Uno de esos días en abril

[“Uno de esos días de abril” fue publicado a retazos durante los años de 2007 y 2011 en los medios digitales Clave y Acento…

[“Uno de esos días de abril” fue publicado a retazos durante los años de 2007 y 2011 en los medios digitales Clave y Acento con la benevolencia de Fausto Rosario Adames y Gustavo Olivo Peña, y en gran parte en elCaribe que lo acogió sin prejuicios ni censura. Presento hoy la primera edición y una breve introducción de lo que se ha convertido en mi primera y única novela (disponible para la venta en librerías), si así se le puede llamar a este texto que es más bien la crónica de unos días que marcaron mi vida a sangre y fuego. Días surrealistas que recuerdo para siempre en el fragor de la contienda y en el heroísmo de personajes que se enaltecieron en el cumplimiento de un deber patrio que culminó con el sacrificio de sus vidas.

Por último, mi sincero agradecimiento a Hamlet Hermann y Fidelio Despradel -a quienes considero compañeros de ideales, protagonistas y testigos de excepción de estos hechos- por los valiosos datos que me proporcionaron sus libros (Francis Caamaño y Abril) para escribir este relato, cuyo verdadero autor es el pueblo dominicano. PCS].

La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.

Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo.

Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compañeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compañeros de los hijos. La casa de la viuda -convertida en comando de la viuda- era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.

En la casa de la viuda podía pasar cualquier cosa y en efecto pasaba. Cuando la situación era normal, dentro de la anormalidad de la situación, la viuda se desgastaba alegremente, faenando en la cocina, preparando comida como para un batallón y escuchando a veces a su segundo hijo, Nicolás, en el piano, rodeado de admiradoras. Nicolás interpretaba a menudo, o más bien maltrataba El lago de Como, una de sus melodías favoritas, a la cual atribuía gran valor afrodisíaco. Pero lo de Nicolás podía ser una pantalla, una distracción a veces, para disimular o despistar.

En la discreta oficina, casi al lado, se lleva a cabo en estos momentos una reunión a puerta cerrada del Comité Centraldel del Partido Socialista Popular (PSP) con participación de los hermanos Docoudrey.

La solemnidad y el hermetismo de los cuadros dirigentes contrastan con un bullicio, al extremo de la sala, donde tiene lugar otra reunión, aunque de carácter abierto, numeroso y vocinglero, típico de los miembros de la Comisión de Cultura, que dirige Silvano Lora, aunque Silvano no está presente.

La mesa del comedor reúne a una docena de compañeros y sobre todo compañeras que trabajan en la compaginación del último número de El Popular, órgano del Partido Socialista Popular. El nombre le queda largo a un folleto que suma cuatro páginas mimeografiadas en total. Igualmente pretencioso es el logotipo en grandes caracteres rojos, ostentosamente comunistas.

A mano doblan los ejemplares, los empaquetan en paquetes pequeños y los distribuyen entre los responsables de venta de la zona de guerra, donde no hay riesgo alguno, salvo los riesgos propios de la guerra. En cambio las compañeras se juegan el pellejo en la tarea. Ellas ocultan los paquetes entre las ropas íntimas y los pliegues y repliegues de sus anatomías y se marchan a cumplir la difícil misión de burlar el cerco militar, el infame cacheo, y poner a circular los periódicos en territorio enemigo, que era el país entero, con excepción de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva y unas pocas cuadras al norte de la avenida Mella.
Momentáneamente, el acceso al patio está terminantemente prohibido por órdenes del Gallego, y la prohibición se justifica. En el área de la carbonera, junto al perro prieto que mira con interés, se instruye clandestinamente a unos combatientes imberbes en el uso, arme y desarme y reparación de armas de fuego. Ahora el Gallego tiene en sus manos una piña, una granada de fragmentación francesa de color amarillo, desatornilla la espoleta del artefacto y la enseña como trofeo, lanza al ruedo la granada desactivada y la sangre de los combatientes imberbes se congela en sus venas. Es inofensiva, dice, podemos jugar pelota o football con ella. Luego procede a rearmarla con su envidiable pulso. La operación no carece de riesgo, no es inofensiva. Si fallara en el trámite, volarían todos.

La viuda pide ayuda para pelar unos plátanos y un compañero con autoridad, entre los que compaginan periódicos, señala a otros dos para que se ofrezcan de voluntarios. De repente un obús de mortero revienta en el techo de una casa vecina y se escucha un pesado tableteo de metralla proveniente de las líneas del ejército imperial, luego la débil respuesta de nuestras armas en la periferia de la zona de combate. Inmediatamente se produce una movilización general, Nicolás cierra el piano y agarra el fusil, las admiradoras desaparecen y los demás combatientes toman sus equipos bélicos, en minutos regresan a sus puestos en los comandos de la resistencia. Un corre y corre.

Los compañeros del Comité Centralcontinúan, en cambio, su reunión sin inmutarse. Era el pan de cada día, lo mismo daba quedarse que reunirse en cualquier otro lugar bajo fuego de mortero, y el comando de la viuda daba ciertas garantías en aquella antesalita con puertas y ventanas cerradas.

La viuda se acontece, se queda acontecida, desolada, pensando en la comida que estaba casi lista, y va a la habitación a cambiarse el vestido blanco -su uniforme de trabajo- por uno más elegante con ramos y flores que usaba, -extrañamente, en esas ocasiones a manera de resguardo- pensaba yo.

Las tropas del imperio norteamericano jugaban con nosotros al gato y al ratón. Venía una comisión de la OEA de vez en cuando, representando al imperio, y dialogaba con el estado mayor en el edificio Copello de la calle El Conde, es decir, con el estado mayor del presidente Caamaño y los ministros del gobierno constitucionalista. La comisión negociaba la rendición en términos humillantes y el estado mayor y el presidente y los ministros no aceptaban, se negaban y se negaban. Luego la comisión se retiraba plácidamente con su escolta, bajo la supervisión de nuestras tropas, temiendo que algo extraño, algo ajeno a nuestros designios pudiera pasarles. Los flamantes delegados de la OEA, los negociadores de la paz en nombre del imperio, los miembros de la comisión ad hoc  quizás no lo sabían, pero eran material gastable, prescindible. El imperio los habría sacrificado en caso necesario, como a la tripulación negra del acorazado Maine en La Habana o a los marines de Pearl Harbord, con tal de fabricar el pretexto para una “causa justa” y jodernos tramposamente.

Algún tiempo después de las negociaciones -ya era rutina-, las fuerzas del imperio nos castigaban religiosamente con lluvia de morteros, fuego de cañones y metralla, a veces un pase de feria de helicópteros artillados, veinte o treinta helicópteros con capacidad para reducir la zona a un infierno, amén del capítulo de francotiradores que nos cazaban como conejos desde el imponente edificio de Molinos Dominicanos en la margen oriental del río, el fluente Ozama.

El autor es escritor. http//www.scribd.com/pedro%20conde%20sturla

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