En casa, el teléfono sonó y lo contesté. El interlocutor preguntó por mí. No era familiar ni amigo. Ni el proveedor telefónico para recordarme el pago; nadie cobrando nada. Tampoco ningún banco ofreciendo tarjetas de crédito.

No era ningún “delivery” para confirmar dirección. Nadie llamando para contar las noticias de que una mujer fue asesinada por su esposo e hija incestuosos, ni de la menor que acuchilló a su abuela nonagenaria.

Era un desconocido, se identificó como “doctor fulano del movimiento tal”. Tras confirmarle que era yo, expuso el propósito de su llamada, incluyendo un ofrecimiento. Buscaba engancharme como votante de uno de los candidatos punteros. Apelé a mi derecho a la privacidad y lo mandé a freír tusas.

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