El humanista decapitado

Las historias más conocidas sobre Tomás Moro pertenecen al ámbito de la hagiografía, vida de santos y mártires, héroes de la fe.

Las historias más conocidas sobre Tomás Moro pertenecen al ámbito de la hagiografía, vida de santos y mártires, héroes de la fe. Santo y mártir es Tomás Moro para la Iglesia católica y para la iglesia anglicana y pocos son los que niegan su condición de humanista. La famosa película de Fred Zinnemann, “Un hombre para todas las estaciones” (1966), basada en un drama de Robert Bolt, lo sitúa muy cerca de la perfección, tal y como lo describió poéticamente su contemporáneo y admirador Robert Whittington en 1520:

“Moro es hombre de la inteligencia de un ángel y de un conocimiento singular. No conozco a su par. Porque ¿dónde está el hombre de esa dulzura, humildad y afabilidad? Y, como lo requieren los tiempos, hombre de maravillosa alegría y aficiones, y a veces de una triste gravedad. Un hombre para todas las estaciones”.

En el “Resumen de la heroica vida y ejemplar muerte del Ilustre Tomás Moro, Gran Canciller de Inglaterra, Vizconde y Ciudadano de Londres, extractada de la ‘Historia Eclesiástica del Cisma de aquel Reyno, que escribió el P. Pedro de Ribadeneyra, de la Compañía de Jesús’, se dice lo siguiente:

“Entre los muchos mártires que han padecido y muerto en defensa de nuestra Santa y Católica Religión con motivo del cisma suscitado en el reinado de Enrique VIII, se cuenta Tomás Moro, varón de grande ingenio, excelente doctrina y loables costumbres. Nació en Londres en 1478. Su padre se llamaba Juan Moro, y era de linaje más honrado que noble. Criose bajo los principios de la Religión y de la Piedad Católicas, no sin aprovechamiento; tanto que el gran concurso de dotes corporales y bienes del alma le hicieron varón clarísimo y dieron verdadera nobleza a su familia. Fue muy docto en todas las letras y elocuentísimo en las lenguas griega y latina. Sirvió en diversas embajadas de su Rey. Tuvo grandes cargos y oficios preeminentes qué ejerció con aplauso, rectitud y desinterés; y a pesar de haber contraído segundas nupcias y haber tenido muchos hijos, no engrandeció su patrimonio. Su cuidado se centraba en amparar y defender la Justicia y la Religión, y resistir con su autoridad, doctrina y libros que escribió, a los herejes que venían secretamente de Alemania a propagar sus enseñanzas a Inglaterra. De tal manera que entre todos los ministros del Rey ninguno se destacó tanto en refrenarlos y dificultarles sus actividades, por cuya razón fue tan amado y reverenciado de las personas virtuosas como aborrecido y perseguido por los perversos”.

De otra fuente apologética copio un párrafo que no tiene desperdicio:
“Aunque abandonó su vida ascética para volver a su anterior profesión jurídica hasta ser nombrado miembro del Parlamento en 1504, Moro nunca olvidó ciertos actos de penitencia, llevando durante toda su vida un cilicio en la pierna y practicando ocasionalmente la flagelación”.

Moro cayó en desgracia en 1530 cuando se negó a firmar una carta suscrita por el clero y la nobleza en la que se rogaba encarecidamente al papa la anulación del matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón, algo que no hubiera sido difícil si la Catalina no hubiera sido hija, la hija menor de los reyes católicos y tía del monarca más poderoso de la época, Carlos I de España, Carlos V del llamado Sacro Imperio Romano Germánico (del primer título viene el nombre del brandy español que tanto gustaba al Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, canchanchán del Generalímo Franco).

Por miedo a Carlos I o Carlos V, solamente por miedo, se negó el papa a conceder un divorcio que le habría reportado pingües beneficios. La negativa produjo a la larga la ruptura entre Inglaterra y Roma y el nombramiento de Enrique VIII como jefe supremo de la iglesia de Inglaterra mediante el Acta de Supremacía (1534) que Moro se negó a firmar, firmando con ello su sentencia de muerte. (El Acta de Supremacía, por cierto, junto a la Carta Magna y el Acta de Navegación representan los tres grandes hitos históricos de Inglaterra, especialmente la última que convirtió una isla en la más grande potencia naval del planeta, la pérfida Albión).

Moro fue juzgado y condenado por “alta traición”, pero como dice mi docto cofrade Avelinus, el piadoso Enrique VIII le ahorró a su amigo y colaborador de tantos años el suplicio de la hoguera y lo hizo decapitar limpiamente por un verdugo experto con espada de buen filo (el hacha estaba reservada para los plebeyos).

Murió, según se dice, valientemente, haciendo gala de un extraño sentido de humor negro y de una extraña lealtad al rey que lo condenaba y al dios que lo abandonaba a su suerte. Dicen que dijo: “Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios”.

Detrás de tanta luz hay muchas sombras.

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