El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

[Oliver Sacks (1933-2015) era catedrático de neurología y siquiatría en la facultad de Medicina de la universidad de Nueva York y tenía problemas neurológicos y siquiátricos. Sufría, en efecto, de una extraña enfermedad que le impedía reconocer&#

[Oliver Sacks (1933-2015) era catedrático de neurología y siquiatría en la facultad de Medicina de la universidad de Nueva York y tenía problemas neurológicos y siquiátricos. Sufría, en efecto, de una extraña enfermedad que le impedía reconocer los rostros y de una timidez enfermiza que le hizo imposible establecer una relación durante muchos años. Alguna vez fue alpinista “en solitario”, como tenía que ser, y era un nadador impenitente.

La mayoría lo conoce como autor de libros de divulgación científica y por la inolvidable película “Despertares”, basada en su obra homónima, con la actuación del brillante y trágico Robin Willians, que era un paciente siquiátrico.
“El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, es una de sus creaciones más celebradas. El título se presta a equívocos, desde luego, porque parecería broma de un humorista, pero se trata de una serie de historias que se introducen en el “sobrecogedor mundo de la mente de los enfermos mentales con los que trató”, y todo lo que parece chiste es un drama de alta intensidad, aunque no deja de ser cómico, tragicómico. Que alguien agarre a su mujer por la cabeza y se la quiera poner como sombrero recuerda alguna de las travesuras de Dalí o de las loquísimas películas de los hermanos Marx, los célebres autores de “El manifiesto comunista”. PCS]
El hombre que confundió
a su mujer con un sombrero
1 (fragmento).

El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue en ella, en relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse ciertos extraños problemas. A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el estudiante hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se multiplicaron, provocando situaciones embarazosas, perplejidad, miedo… y, a veces, situaciones cómicas. Porque el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la tarea de identificar caras, sino que veía caras donde no las había: podía ponerse, afablemente, a lo Magoo, a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse cordialmente a las prominencias talladas del mobiliario y quedarse asombrado de que no contestasen. Al principio todos se habían tomado estos extraños errores como gracias o bromas, incluido el propio doctor P. ¿Acaso no había tenido siempre un sentido del humor un poco raro y cierta tendencia a bromas y paradojas tipo Zen? Sus facultades musicales seguían siendo tan asombrosas como siempre; no se sentía mal… nunca en su vida se había sentido mejor; y los errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que difícilmente podían considerarse serios o presagio de algo serio. La idea de que hubiese «algo raro» no afloró hasta unos tres años después, cuando se le diagnosticó diabetes. Sabiendo muy bien que la diabetes le podía afectar a la vista, el doctor P. consultó a un oftalmólogo, que le hizo un cuidadoso historial clínico y un meticuloso examen de los ojos. «No tiene usted nada en la vista», le dijo. «Pero tiene usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no puedo ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo. » Y así, como consecuencia de este consejo, el doctor P. acudió a mí.

Se hizo evidente a los pocos segundos de iniciar mi entrevista con él que no había rastro de demencia en el sentido ordinario del término. Era un hombre muy culto, simpático, hablaba bien, con fluidez, tenía imaginación, sentido del humor. Yo no acababa de entender por qué lo habían mandado a nuestra clínica.

Y sin embargo había algo raro. Me miraba mientras le hablaba, estaba orientado hacia mí, y, no obstante, había algo que no encajaba del todo… era difícil de concretar. Llegué a la conclusión de que me abordaba con los oídos, pero no con los ojos. Éstos, en vez de mirar, de observar, hacia mí, «de fijarse en mí», del modo normal, efectuaban fijaciones súbitas y extrañas (en mi nariz, en mi oreja derecha, bajaban después a la barbilla, luego subían a mi ojo derecho) como si captasen, como si estudiasen incluso, esos elementos individuales, pero sin verme la cara por entero, sus expresiones variables, «a mí», como totalidad. No estoy seguro de que llegase entonces a entender esto plenamente, sólo tenía una sensación inquietante de algo raro, cierto fallo en la relación normal de la mirada y la expresión. Me veía, me registraba, y sin embargo…

—¿Y qué le pasa a usted? —le pregunté por fin.
—A mí me parece que nada —me contestó con una sonrisa— pero todos me dicen que me pasa algo raro en la vista.
—Pero usted no nota ningún problema en la vista.
—No, directamente no, pero a veces cometo errores.
Salí un momento del despacho para hablar con su esposa. Cuando volví, él estaba sentado junto a la ventana muy tranquilo, atento, escuchando más que mirando afuera.
—Tráfico —dijo— ruidos callejeros, trenes a lo lejos… componen como una sinfonía, ¿verdad, doctor? ¿Conoce usted Pacific 234 de Honegger?
Qué hombre tan encantador, pensé. ¿Cómo puede tener algo grave?
¿Me permitirá examinarle?
—Sí, claro, doctor Sacks.
Apacigüé mi inquietud, y creo que la suya, con la rutina tranquilizadora de un examen neurológico: potencia muscular, coordinación, reflejos, tono… Y cuando examinaba los reflejos (un poco anormales en el lado izquierdo) se produjo la primera experiencia extraña. Yo le había quitado el zapato izquierdo y le había rascado en la planta del pie con una llave (un test de reflejos frívolo en apariencia pero fundamental) y luego, excusándome para guardar el oftalmoscopio, lo dejé que se pusiera el zapato. Comprobé sorprendido al cabo de un minuto que no lo había hecho.
—¿Quiere que le ayude? —pregunté.
—¿Ayudarme a qué? ¿Ayudar a quién?
—Ayudarle a usted a ponerse el zapato.
—Ah, sí —dijo— se me había olvidado el zapato —y añadió, sotto voce—:
¿El zapato? ¿El zapato?
Parecía perplejo.
—El zapato —repetí—. Debería usted ponérselo.
Continuaba mirando hacia abajo, aunque no al zapato, con una concentración intensa pero impropia. Por último posó la mirada en su propio pie.
—¿Éste es mi zapato, verdad?
¿Había oído mal yo? ¿Había visto mal él?
—Es la vista —explicó, y dirigió la mano hacia el pie—. Éste es mi zapato, ¿verdad?
—No, no lo es. Ése es el pie. El zapato está ahí.
—¡Ah! Creí que era el pie.

¿Bromeaba? ¿Estaba loco? ¿Estaba ciego? Si aquél era uno de sus «extraños errores», era el error más extraño con que yo me había tropezado en mi vida.
Le ayudé a ponerse el zapato (el pie), para evitar más complicaciones.
Él, por otra parte, estaba muy tranquilo, indiferente, hasta parecía haberle hecho gracia el incidente. Seguí con el examen. Tenía muy buena vista: veía perfectamente un alfiler puesto en el suelo, aunque a veces no lo localizaba si quedaba a su izquierda.

Veía perfectamente, pero ¿qué veía? Abrí un ejemplar de la revista National Geographic y le pedí que me describiese unas fotos.

Las respuestas fueron en este caso muy curiosas. Los ojos iban de una cosa a otra, captando pequeños detalles, rasgos aislados, haciendo lo mismo que habían hecho con mi rostro. Una claridad chocante, un color, una forma captaban su atención y provocaban comentarios… pero no percibió en ningún caso la escena en su conjunto. No era capaz de ver la totalidad, sólo veía detalles, que localizaba como señales en una pantalla de radar. Nunca establecía relación con la imagen como un todo… nunca abordaba, digamos, su fisonomía. Le era imposible captar un paisaje, una escena.

Le enseñé la portada de la revista, una extensión ininterrumpida de dunas del Sahara.

—¿Qué ve usted aquí? —le pregunté.

—Veo un río —dijo—. Y un parador pequeño con la terraza que da al río. Hay gente cenando en la terraza. Veo unas cuantas sombrillas de colores.
No miraba, si aquello era «mirar», la portada sino el vacío, y confabulaba rasgos inexistentes, como si la ausencia de rasgos diferenciados en la fotografía real le hubiese empujado a imaginar el río y la terraza y las sombrillas de colores.
Aunque yo debí poner mucha cara de horror, él parecía convencido de que lo había hecho muy aceptablemente. Hasta esbozó una sombra de sonrisa. Pareció también decidir que la visita había terminado y empezó a mirar en torno buscando el sombrero. Extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. ¡Parecía haber confundido a su mujer con un sombrero! Ella daba la impresión de estar habituada a aquellos percances.

Yo no podía explicar coherentemente lo que había ocurrido de acuerdo con la neurología convencional (o neuropsicología). El doctor P. parecía estar por una parte en perfecto estado y por otra absoluta e incomprensiblemente trastornado. ¿Cómo podía, por un lado, confundir a su mujer con un sombrero, y, por otro, trabajar, como trabajaba al parecer, de profesor en la Escuela de Música?
Tenía que rumiarme bien aquello, que verlo otra vez… y verlo en el ambiente familiar, en su casa. (Oliver Sacks) 

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