España, España…

Españolito que vienesal mundo, te guarde Dios.Una de las dos Españasha de helarte el corazón.ANTONIO MACHADO El añoso litigio en torno a la identidad nacional española (que algunos llamaron el Problema de España…

Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
ANTONIO MACHADO

El añoso litigio en torno a la identidad nacional española (que algunos llamaron el Problema de España o el Ser de España) emerge de nuevo con el ‘regeneracionismo’ a fines del siglo XIX. Ya en 1881 los argumentos del aragonés Joaquín Costa anticipan, con líneas de umbrosa premonición, el desenlace trágico de las Dos Españas y el desgarramiento fratricida de 1936.
Luego del ‘Desastre’ de 1898 en que, tras una guerra con los Estados Unidos, España pierde Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, los abatidos hombres de letras de la ‘Generación del 98’ se lanzan a la búsqueda de unas fuentes que hagan inteligible la esencia de lo español; de unas razones que les indiquen los signos y la naturaleza de aquella identidad escurridiza: ahora, ante sus ojos, resuelta en sombras.

De este modo, los del 98 orientarán su mirada hacia el pasado inasible. Ángel Ganivet, ‘regeneracionista’, dice en el Idearium español: “Los árabes no nos dieron ideas; su influjo no fue intelectual, fue psicológico. La distancia que hay entre un mártir de los primeros tiempos del cristianismo y Santa Teresa de Jesús marca el camino recorrido por el espíritu español en los ocho siglos de lucha contra los árabes”. Y agrega: “Don Quijote no ha existido en España antes de los árabes, ni cuando estaban los árabes, sino después de terminada la Reconquista. Sin los árabes, don Quijote y Sancho Panza hubieran sido siempre un sólo hombre, un remedo de Ulises”.

Ramiro Maeztu ensaya, a través de los mitos más representativos, una interpretación del carácter, del ‘ser moral’ de España. En su libro Don Quijote, Don Juan y la Celestina descubre la carencia de ideales del español: en Don Quijote, a causa del desengaño; en Don Juan, porque toda la fuerza de su voluntad está dirigida hacia un anhelo inferior: la satisfacción de sus caprichos; en la Celestina, por no tener otro afán que su propio beneficio. Maeztu, además, dice: “Por ser el Quijote el libro del desencanto español, las mejores páginas que se le han dedicado las compusieron extranjeros que también soñaron con una vida de acción… Turgueneff, el ruso, concibió al leerlo el pensamiento de dividir los caracteres idealistas en dos clases que personificaban en Don Quijote y Hamlet; llamó quijotescos a los hombres cuyos ideales los empujaban al sacrificio, y hamletianos a aquellos otros en quienes los ideales se resuelven en dudas”.

En su obra Luces de Bohemia, Ramón del Valle Inclán expresa (a través de Max, uno de los personajes): “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.

Y ya Mariano José de Larra (dilecto paradigma de los del 98) había sentenciado: “Aquí yace media España; murió de la otra media”.

Con todo, la sucesión de auges y caídas en este peregrinaje ontológico –nacido a la sombra de febriles ilusiones deshechas, como apremios de un amor irremediablemente hundido en aquellas conciencias finiseculares– hubo de desenvolverse largos años. Hasta que don Américo Castro, en 1948 y con el libro España en su historia, trajo a la lid muchas de aquellas intuiciones, de aquellas inspiradas vaguedades, ahora encajadas en el seno de una provocativa concepción historiográfica; acaso la más original de todo el siglo XX en torno a la esencia de lo español, a su razón histórica de ser y de estar en la realidad.

Lo central para Américo Castro será “la especial clase de civilización construida por los españoles, gracias precisamente a haberse constituido España como una convivencia y un desgarro de tres clases, de tres castas de gentes: cristianos, moros, judíos”. “En el encuentro y diferenciación de cristianos, judíos y árabes –dice Castro- el pueblo español surge históricamente”.

La estructura de este pensamiento historiográfico se asienta en dos conceptos básicos: la determinación de lo “historiable” y de la “morada vital”. Castro reaccionó desde un comienzo contra las historias tradicionales, contra el deseo desmesurado de objetividad que las hacía meras narraciones de sucesos, más o menos importantes, dispuestos en cierto orden cronológico.

Según él, “la ingenua urgencia de narrar o averiguar, sin más, lo que pasó, hace olvidar a veces la auténtica realidad de los hechos y de las obras de la historia humana; una realidad sólo es historiable cuando es puesta en correlación con la estructura humana en que existe, y con los valores en los cuales se hace significante. De ahí que no todo lo sucedido y hecho por la humanidad sea digno de ser historiado”.

Don Américo agrupa el pasado en tres categorías: (a) lo cronicable, (b) lo narrable y (c) lo historiable, definidas por él como sigue:
(a) El nivel más bajo corresponde a los grupos llamados primitivos: son vías muertas de lo humano, marcan el paso indefinidamente. Una descripción de cómo existen basta para expresar la realidad de su vivir; sus comportamientos son fácilmente referibles a sus motivaciones: fisiológicas, psíquicas, económicas. Sus acciones duran por su reiteración”.

(b) “Por encima de lo que llamo espacio vital describible, aparece la vida de tipo narrable. La de ciertos pueblos –total, o parcialmente, o a trechos— es tema para la narración y nada más… Cabe dentro de la vida narrable mucho de lo denominado hoy progreso y civilización… A este tipo de vida le aplicaría el calificativo de ‘importante’, y su forma expresiva sería la crónica o la ‘eventografía’, no la historiografía propiamente dicha”.

© “Lo historiable, sea fenómeno individual o colectivo, expresa vida total que se afirma como vida abierta y problemática –sea como conciencia de estar existiendo, sea como respuesta clara y pensada a problemas que el existir plantea”.

De este modo, Castro nos dice que “historiar requiere entrar en la conciencia de vivir de otros a través de la conciencia del historiador, es decir, sirviéndose de su vivencia del vivir de otros”. Por ello, la “primera obligación del historiador es intuir y tener presente el área interior en donde la historia acontece”. Al lugar ‘en donde está’ lo histórico de la vida humana lo llama él la ‘morada vital’, esto es, el horizonte de posibilidades de un pueblo; en tanto la “vividura” será el modo, la práctica de cómo se afrontan estas posibilidades.

La más contundente respuesta a las ideas de Américo Castro provino del profesor don Claudio Sánchez-Albornoz, en un libro publicado ocho años más tarde (en 1956): España, un enigma histórico. En el texto de Sánchez-Albornoz se rechazaba el concepto de la historia de Américo Castro, a quien acusaba de caer en generalizaciones fáciles, y defendía la necesidad de partir de un conocimiento de los hechos y de la utilización de todo tipo de fuentes.

Por otra parte, Sánchez-Albornoz sustentaba que la esencia de España y de lo español estaba ya latente en los pueblos prerromanos que se asentaron en la Península (celtas e iberos), y que fueron los romanos y los visigodos quienes la configuraron al construir la unificación política y cultural de Hispania. Respecto a la Edad Media, no consideraba él decisiva la aportación del judaísmo ni de la islamización. Aquí se postulaba: España es ante todo cristiana y occidental; es más, España se contempla desde Castilla.

Como réplica a Ortega y Gasset, cuando afirmaba que España era la explosión de un simple querer sin saber por qué se quiere, se recibió de don Claudio Sánchez Albornoz la siguiente frase (al decir de Luis María Anson: ‘para afirmar rotundamente la mejor esencia de nuestra alma nacional’): “porque quisimos ser la espada de Dios sobre la tierra”.

A la distancia, una relectura de estas ideas de Sánchez-Albornoz y de Castro nos devuelve al punto de inicio, al enigma inaugural. Preguntémonos: ¿Subsiste aún, y, de ser así, en qué medida sirve o resulta fructuosa aquella metafísica noción de hispanidad? ¿Cuál es la ‘vividura’ (o de qué modo se plasman las regionales ‘vividuras’) dentro de esa ‘morada vital’, de turbado acento multicolor, que hoy constituye España? ¿Habrá un español, siquiera uno, que perciba hoy día su existencia dentro de las fronteras inmutables del ‘espíritu del pueblo’, alojado en el generoso vientre protector de aquel romántico Volkgeist?

No creo posible, ante ninguna de esas incógnitas, el ofrecer una respuesta absoluta, unívoca o, por lo menos, estimable. El espíritu del ‘señor español’ habría de estar hilvanado en una multiplicidad de visiones y de perplejidades, que devienen y se expresan en el más angustioso dilema existencial que conociera pueblo alguno en la historia.

Puesto que jamás, con tal ardor, albergó dudas vivenciales el alemán o el francés o el inglés, acaso resida ahí el íntimo impulso que provocó aquel grito europeísta de don José Ortega y Gasset: “Dios mío: ¿Qué es España?”.

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