Aguas profundas

[Monologando con Dostoievski] Digamos mejor que en la escuela de Chérmak se alimentó abundantemente el futuro escritor, echó…

Aguas profundas:

Hurgando en estos días entre viejos papeles encontré un texto de Herman Hesse sobre Dostoyevski (Fiodor Mijaílovich, 1821, Moscú,…

[Monologando con Dostoievski]

Digamos mejor que en la escuela de Chérmak se alimentó abundantemente el futuro escritor, echó las bases con muchas lecturas literarias, y comentarios sobre las mismas con tu hermano Mijaíl. En realidad, comenzaste a escribir en la Escuela de Ingenieros de Petersburgo, donde ingresaste un año después de  la muerte de tu querida máminka. Imagino el estado de tu alma, acaso también turbada por esa carrera ingenieril, tan poco apta para ti; es lo que pienso.

¿Te la impuso tu papá? [silencio, destellos tristes en sus ojos] ¡Ay, Fiodor!,  ¿cómo te sentaba ese uniforme? Carecías de la prestancia para llevarlo, de la firmeza al caminar, y con aire distraído. Esos estudios de matemáticas, dibujo, fortificación, balística, ¿te sirvieron para algo? Supongo que sí, tal vez te fortalecieron la lógica, el razonamiento. Lo que ocultaban era tu verdadera vocación; eso lo digo porque ésta se manifestaba en la noche; esperabas que todos tus compañeros se durmieran para ponerte a escribir, a leer, a la luz de una vela, en el mayor de los silencios.

Lo sorprendente , Fiodor, fue que terminaste esos estudios [1843]; suponía yo que no lo harías y no por falta de inteligencia, sino de disposición, de gusto. ¿Qué tan grande fue tu sacrificio? [sin respuesta, me mira con fijeza, los labios apretados] Al menos te proporcionaron un medio de sustento, pues ya Don Mijaíl no podía enviarte dinero, aunque fueran las magras cantidades de siempre, pues había muerto cuatro años antes.

A ese ¿flamante? ingeniero militar de sólo 22 años lo destinaron a la sección de dibujo del departamento de ingenieros de Petersburgo. ¿Lo recuerdas? [sonríe levemente]; admite sin embargo que la pasión literaria te hacía flotar en ese cargo, que dejaste a ¡sólo un año de haberte graduado! Algunas ¿malas? lenguas dicen por ahí que te “destutanaron”, así decimos por aquí cuando botan a alguien del puesto que ocupa [frunce  la cejas]. Sabes bien, mi querido Fiodor, que no encajabas en ningún lugar, por lo raro, excéntrico y distraído que eras.

Pero, ¿cómo te ibas a mantener, mi querido Fiodor? Comida, ropa y todo lo demás. Capeabas la situación con préstamos, traducciones, y no sé qué más, siendo presa al mismo tiempo de la fiebre de la creación componiendo Pobres Gentes, tu primera novela, fruto de tus andanzas por las calles de Petersburgo, las que comenzaron cuando llegaste a esa ciudad que tanto amaste y durante las cuales tu ojo clínico de psicólogo profundo recogía valiosos datos observando y conversando con las gentes que hormigueaban en esas calles, pobres gentes  maltratadas por la vida, con luces y sombras en sus almas.

Aquella fiebre te hacía trabajar largas horas durante las noches y hacías pausas de reposo abriendo la ventana de tu habitación para contemplar en silencio la fascinación de esas maravillosas noches blancas de Petersburgo que te inspiraron más tarde tu deliciosa novelita del mismo nombre, cuya protagonista femenina, Nástenka, le dio su nombre a mi primera hija. Pero dime, Fiodor, ¿qué pensabas contemplando ese silencioso paisaje nocturno, en qué pozos profundos recogías aguas iluminadas con el cubo de tu genio? [entorna los ojos, enigmático].

Los que leyeron por primera vez esa novela vibraron de entusiasmo, echaron sus lagrimitas: tu buen amigo Grigórovich, el editor Nekrasov [Nikolay Aleksiéyevich], el todopoderoso  crítico Bielinski [Vissarion Grigórievich]. Con el espaldarazo de estos dos últimos se publicó la novela [1846], su éxito fue inmediato, te encaramaste de repente al pináculo de la gloria literaria, fuiste invitado  a las tertulias de la aristocracia, las cuales fueron humillantes para ti.

¡Ay, Fiodor, desafinabas en esos ambientes! ¡Cuánto me dolió cómo te trataron! Esos encopetados aristócratas esperaban admirarte como una inteligencia avasalladora, imponente, acaso lo que entendían por genio, y tú eras de un temperamento diametralmente opuesto: tímido, callado, distante, moroso en palabras, salvo en algunas ocasiones en las que salían como erupción de un volcán interior, como ocurre con los silenciosos, como ocurría con Oliverio Cromwell que era todo un hombre de guerra.

La condesa Vielgorski tuvo la ligereza de decirle a un grupito de amigos, refiriéndose a ti: “!No sólo son zafios y desmañados, sino que ni siquiera son inteligentes!” ([2], p.22) ¿Lo recuerdas?, porque escuchaste de lejos esas palabras. ¡Vaya superficialidad de esa condesa, incapaz de percibir las señales del genio detrás de las apariencias, si no en tu persona, al menos en tu novela, si acaso la leyó. ¿Qué diablos entendía por inteligencia esa insolente y frívola condesa? ¿La que ella tenía? Pobrecita, así se expresó de un genio reconocido ahora como tal por todos ¡y al que debe que su nombre no haya caído en el olvido eterno! Lo seguro, Fiodor, y eso dudo que no lo supieras, es que si se hubiera tratado de un imbécil de poder temido o aprovechable, habría sido considerado con la mayor cortesía y consideración, y hasta tenido por muy inteligente. Así son las cosas de este mundo…

Herida de muerte tu imagen en los círculos sociales, poco o nada apreciadas tus siguientes novelas de ese tiempo [El señor Projarchin, La patrona, El ladrón honrado, y otras más] por los que podían patrocinar su publicación, caíste del cielo a la tierra. Abatido, angustiado, acumulando odios contra la sociedad, errabas como un sonámbulo por las calles de Petersburgo, y sólo fuiste acogido con empatía   por la familia de la señora Máikov, y ni en ese oasis amistoso pudiste encontrar reposo, ¡tan descompuestos estaban tus nervios, mi querido Fiodor!

Con ideas negras contra la sociedad revoloteando en tu cerebro, fuiste atraído por el imán nihilista de la tertulia del abogado Mijaíl Petrachevskii, cuyos miembros querían tumbar al autócrata zar Nikolai I, instaurar la democracia, mejorar la suerte de los campesinos. Turbulencias oratorias entrecruzadas, amenizadas por vodkas y viandas. ¿Recuerdas, Fiodor, cómo te comportabas en esas reuniones? [baja la cabeza, la mano izquierda sobre ella] Apenas abrías la boca, acaso más para comer, empujado por el hambre. !Esa no era, Fiodor, tu vocación, la de revolucionario! ¡Otras preocupaciones bullían en tu alma!, y sin embargo caíste preso con todos ellos al ser delatados  por un traidor.

¡Qué orgulloso me sentí de tu actitud durante los interrogatorios, Fiodor, negándote a testimoniar contra tus amigos! Condenados a muerte, cuando los soldados apuntaban sus fusiles listos a disparar a los tres primeros, Petrachevskii entre estos, en ese mismo instante llegó el perdón del Zar, instante maravilloso de resurrección que marcó tu vida, que la dividió en dos, pues en la segunda mitad no querías saber de los intelectuales, respetabas la autoridad, la religión, te sentías más apegado al pueblo accesible y sencillo [dulce fulgor en su mirada]

Te perdonaron la vida, pero te desterraron a Siberia a cumplir trabajos forzados. ¡Tú tan delicado, picando piedras, haciendo zanjas, levantando muros! ¡Ay, Fiodor, hasta tus compañeros de infortunio se apiadaban de ti; en verdad, no todos. La mayoría era gente terrible, criminales endurecidos, ¡y tú sentías piedad por todos ellos, así era de grande tu corazón, y no sólo por esa sola y hermosa virtud! ¡Ah, Fiodor, era que tú mirabas en esas conciencias, calabas a esos hombres con tu finísima penetración psicológica, y veías cosas buenas en ellos! Muchos, acaso todos al principio, te consideraban poca cosa, un ser débil, delicado, un intelectual. Sin embargo, tu fuerza era moral, y dos acontecimientos la pusieron de manifiesto.

El primero, tu desafío visual, si me permites la expresión, al mayor Kritzov,  cancerbero brutal del infierno de esa prisión donde se consumían ustedes, siempre amenazando y vociferando, látigo en mano. Ese monstruo, temido por todos, se sintió sin embargo vencido por la mirada fija, desafiante, que hacías caer sobre sus ojos cuando te acosaba con sus órdenes e insultos desaforados e  hirientes. Se sentía disminuido, derrotado, y por esa causa la inquina contra ti se apoderó de él. ¡Cuánta grandeza de ánimo mostrabas, Fiodor,  en esas ocasiones, cómo te elevabas así por encima de tus miserias!

Pero lo que deseaba el monstruo era azotarte, vengarse de esa mirada tuya, y se presentó la ocasión de una falta reglamentaria cuando tú y un compañero ayudaban a uno de los presidiaros, sosteniéndolo con una cuerda,  a sacar un instrumento de trabajo que se le había caído al río que pasaba por donde trabajaban. Pero, ¡oh mala suerte!, de repente apareció el mayor Kritzov, ordenó soltar la cuerda y volver al trabajo, pues esa pausa era violatoria del reglamento. La emoción me embargó, Fiodor, cuando leí que ni tú ni tu compañero hicieron caso a la orden del monstruo y así salvaron al que colgaba de la cuerda. Por esa “falta” los llevaron a la casa de guardia, donde acostumbraban castigar con azotes. l
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FUENTES:
[1] Stefan Zweig; Tres maestros: Editorial TOR, Argentina, 1951.
[2] Fiodor Dostoievski; OBRAS COMPLETAS, tomo I: Editorial Aguilar, España, 1964
[3] Romano Guardini; El universo religioso de Dostoievski: EMECÉ Editores, Bs. As., Argentina, 1958.

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Hurgando en estos días entre viejos papeles encontré un texto de Herman Hesse sobre Dostoyevski (Fiodor Mijaílovich, 1821, Moscú, Rusia) que me hizo recordar mi vieja afección por el genial escritor ruso. El escritor germano-suizo, me trajo a la memoria las lecturas de sus obras Demian y El lobo estepario, y en esos dos espejos de un realismo muy humano, me vi reflejado no pocas veces. Lea con reconcentrada atención, amigo lector, las palabras de Hesse:
Debemos leer a Dostoievski cuando nos encontremos en un mal momento, cuando hayamos apurado hasta las heces nuestra capacidad de sufrimiento y sintamos que la vida es una herida infinita,  abierta y abrasadora, cuando respiremos el aire de la desesperación y hayamos muerto mil muertes de desesperanza. Entonces, cuando solos y desamparados miremos la vida desde el dolor y ya no la comprendamos en toda su salvaje crueldad, cuando ya no esperemos nada, entonces estaremos preparados para oír la música de este poeta terrible y maravilloso.

Mi primer contacto con Dostoyevski tuvo lugar en San Juan de la Maguana, cuando cursaba en esa ciudad mis estudios de bachillerato, hace más de 50 años. La juventud de entonces leía mucho, estimulada por sus profesores, por el ambiente de inquietud intelectual reinante. En el liceo existía un periódico, Estudiantina, donde los estudiantes publicaban sus trabajos (poesías, ensayos, discursos), y la librería SIMA, de mi compadre Salomón Selman (por su hija Daphne), la más importante del pueblo, era la que los alimentaba de documentos culturales.

En esa librería conseguí las novelas de Dostoyevski Noches Blancas, Pobres Gentes  y El Adolescente, y sus lecturas despertaron en mí una gran admiración por ese escritor ruso, admiración que no ha declinado con el tiempo. En ese entonces, a mi edad, con poca experiencia de la vida, sin los recursos de inmersión de grandes sufrimientos, apenas podía yo vislumbrar los alcances de las vastas profundidades a las que descendía  el novelista ruso. Pero quedé atrapado por la atmósfera humana que se respira en sus páginas, transmitida mediante una prosa fluida, sencilla en apariencia, confidencial, sin altisonancias.

Cuando leía Noches Blancas me ausentaba algunas tardes fuera del pueblo en mi bicicleta y sentado bajo un árbol a la orilla de un camino cualquiera me concentraba con mucha atención, en el silencio que me rodeaba, en la lectura de esas páginas encantadoras de una historia de amor centrada en la dulce Nástenka (nombre que puse a mi primera hija, pero sin el acento) y en el escenario de las maravillosas noches blancas de San Petersburgo, así llamadas por su esplendorosa claridad blanquecina.

En el transcurso de los años que siguieron continué leyendo a Dostoyevski a intervalos irregulares, según me lo permitían los exigentes estudios universitarios. Pero fue en Monterrey, México, cursando estudios físicomatemáticos en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores, donde leí algunas de sus obras mayores (Crimen y Castigo, Los Hermanos Karamásovi, El Idiota) En el año de la Revolución de Abril de 1965, desencadenada para reponer en la Presidencia al profesor Juan Bosch, derrocado por un golpe de Estado, los que estudiábamos en México con becas, sufrimos la interrupción temporal de los montos-$ de las mismas a causa de la guerra, viéndonos atenazados en una situación económica difícil, a tal punto que durante días sólo comíamos tortillas y agua en desayuno, almuerzo y cena. En esas penosas circunstancias, cada cual se las arreglaba como podía, sobre todo en empalmes vacacionales: lecturas, música, charlas, paseos y diligencias en la vecindad  (con poca energía de locomoción)  En ese tiempo vivía en el edificio de apartamentos Montemayor, con tres compañeros más (Gustavo Alba Sánchez, Michael Roy, Miguel Gil Mejía), y llenaba mi tiempo de “prisionero” leyendo a Dostoyevski, lo que ahora veo como una confirmación del texto de Herman Hesse citado más arriba.

Entre las etapas de San Juan de la Maguana y México, estando en Baní, mi pueblo natal, escribí el siguiente texto (~1960), que considero más bien un atrevimiento personal, al intentar juzgar a un escritor de  creaciones tan complejas  desde el punto de vista de  la interpretación, que están muy lejos del alcance (ahora lo comprendo) de mi escasa capacidad crítica:
*****  
Un formidable poeta de la vida: eso fue Dostoievski. Sus vientos huracanados sacudieron el espíritu de la vieja Rusia, haciéndolo mirar, trémulo, misteriosos celajes en el horizonte.

Aquel poeta inmenso supo penetrar en las galerías más recónditas del alma humana, en las dimensiones más profundas de la Vida. Sus poemas universales,  entre ellos Los hermanos Karamazoff, Crimen y Castigo, Los Endemoniados, no son sino epopeyas vitales, cánticos sublimes, himnos arrebatadores donde se ve la grandeza del hombre en su sed de vivir, en su ansia de infinito, en el martirio de sus dolores. Los héroes  de Dostoievski -escribe Stefan Zweig ([1], p.118)- tienen todos músculos acerados y un hambre brutal de vida; son todos Karamazoff, “fieras del deseo”, acuciados por aquella avidez de vida “fanática, desvergonzada”, que apura las últimas gotas del cáliz antes de estrellarlo. En todo buscan el superlativo, en todo el rojo candente de la sensación, y allí donde las aleaciones vulgares de lo casual se funden y no queda más que un sentimiento cósmico ardiente de fuego fluido, como los corredores encendidos de la fiebre de Amok, se lanzan furiosos a través de la vida; del deseo, al arrepentimiento, y de éste al hecho; del crimen a la confesión, y de la confesión al éxtasis, recorriendo hasta el fin y sin dejar una sola, todas las callejuelas tortuosas de su destino … ¡Oh esta sed de vida  que arde en cada hombre de Dostoievski; esta nueva Humanidad con los labios abrasados de ansia de mundo, de ciencia, de verdad!

Las más primigenias fuerzas del hombre se mueven en las creaciones de Dostoievski. Él, navegante visionario cargado de sueños ardientes, orienta temerariamente su espolón hacia los cuadrantes más tempestuosos y surcados de niebla del alma, y en el trasfondo  de esos panoramas estremecidos, poblados de visiones apasionadas, extrañamente iluminadas por soles nunca vistos, aparecen parpadeos de infinito, como aquel momento -por citar uno solo- en que Várinka, la dulce muchacha de Pobres Gentes, ante la contemplación del cielo, las montañas, las lluvias, rompe a llorar bajo el influjo de inexplicables emociones…

Por cualquier lado que miremos a este prisma eslavo desconcertante, hallamos abismos insondables, precipicios y firmamentos inauditos.

Una luz polar, serena y meditativa, ilumina las profundidades de ese mundo, y la flor de las fraternidades se nutre y crece entre la descarnada pululación de las realidades humanas. La visión eterna del hombre en su más íntima esencia, en sus fibras más hondas, en sus destinos más altos, es la estrella misteriosa que se asoma sobre las tormentosas vaguedades de esas latitudes espirituales.

Si sientes, lector, que algo inexplicable se agita en tu interior; si una poderosa fuerza vital quiere poseerte, si tus ojos anhelan descorrer el velo de las apariencias cotidianas y contemplar la desnudez de la vida, compenétrate con este poeta, ten el coraje de recorrer  esos caminos de fuego,  de descender por esos desfiladeros de vértigo.

Contempla, pues, a Dostoievski, y asimila la sabiduría de su creencia: “Creo, amigos, que lo primero que todos debemos aprender es a amar la vida”.
*****
Un juicio autorizado,  muy justo a mi entender y que da una imagen realista del escritor,  es el que externa Rafael Cansinos Asens, el prologuista de sus obras completas y devoto apasionado de aquél ([2], p.9):

Dostoyevski es, ciertamente, un genio, una manifestación de ese poder extraño, irracional, aunque se exprese mediante la razón inconsciente, aunque proyecte la conciencia suma, que confina con la demencia  y el morbo, y es algo divino y como tal, incomprensible y pavoroso. Epiléptico, histérico, anormal, cargado de taras y de vicios, fué  el mismo Dostoyevski, y su obra está llena de gérmenes malsanos; pero, al mismo tiempo, de esa ciénaga oscura brotan flores maravillosas e irradian claridades seráficas, que parecen venir de los cielos. Y, sobre todo, unos estremecimientos de amor, de ternura, de caridad, que quizá sean los escalofríos de la fiebre, pero que nos hacen sentirlos más plenamente a nosotros mismos en nuestra humanidad y que en vano les pediríamos a otros escritores llenos de salud y de virtudes.
(continuará).
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[1] Stefan Zweig; Tres maestros: Editorial TOR, Argentina, 1951.
[2] Fiodor Dostoievski; OBRAS COMPLETAS, tomo I: Editorial Aguilar, España, 1964.
[3] Romano Guardini; El universo religioso de Dostoievski: EMECÉ Editores, Bs. As., Argentina, 1958.
[4] Karl Jaspers; Nietzsche: Editorial Sudamericana, Argentina, 1963.

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