Desde una cuesta, con el corazón acelerado y sudando frío, Reynaldo Puma contempló la masacre del último lunes tras la protesta en Juliaca, uno de los pueblos de la sierra sur peruana que se ha levantado en contra del Gobierno de Dina Boluarte.

En la avenida Independencia —simbólico nombre que le puso el destino—, en los exteriores del aeropuerto Manco Cápac, distinguió con nitidez la lucha desigual: de un lado, escudos, cascos, bombas, y armas; del otro, palos, piedras y hondas. Podía preverse claramente el desenlace.

Puma no se atrevió a bajar. Menos cuando, en medio del humo ácido de las bombas lacrimógenas, comenzó a escuchar ráfagas de fuego.

Sintió un escalofrío. Recordó una antigua matanza en el mismo lugar. En junio de 2011, seis juliaqueños perdieron la vida en su intento por tomar el aeropuerto.

Su demanda: la recuperación de un río afectado por la minería informal. Pero esta vez supo al primer balazo que a sus paisanos podía irles peor. Y no se equivocó. Fueron 17 los manifestantes que murieron esa tarde. Se les sumó luego un jovencito de 15 años que agonizó durante tres días.

Puma es periodista. Ha cubierto casos policiales y, por lo tanto, varios crímenes. Podría decirse que está curtido en la desgracia. Que el oficio le ha construido una coraza de hierro. Pero ese lunes lloró. Vio cómo el Carlos Mongue Medrano fue convirtiéndose en un hospital de guerra.

Como los cuerpos desangrados iban llegando en motocargas, triciclos e incluso motos lineales. La escena que lo hizo flaquear fue cuando un doctor saltó sobre una camilla e intentó reanimar a un cadáver. Le dio los primeros auxilios, pero no volvió a respirar. Horror es la palabra que más repite al otro lado del teléfono. “No fue un enfrentamiento”, resume el reportero de radio Pachamama.

De los 52 heridos de la provincia que mira hacia el Lago Titicaca, tres todavía se encuentran en la unidad de cuidados intensivos por un coma inducido debido a la gravedad de sus lesiones. José Danilo Gutiérrez, de 19 años, recibió un disparo por la espalda que le ha comprometido el intestino grueso y el colon.

Su única familia es su tía materna Luz Enríquez que, como a las otras familias, solo le queda la impotencia de esperar. Cuándo despertará, pero sobre todo en qué estado. “No es justo que nos maten como si fuéramos animales. Me siento frustrada, con rabia. No sabemos cuánto tiempo durará su rehabilitación”, lamenta.

Al día siguiente de esta película de terror, el pueblo de Juliaca demostró una grandeza por encima de sus autoridades. La Asociación de Funerarias de la provincia de San Román donó ataúdes para cada una de las víctimas.

Ese mismo martes, el Ministerio del Interior dio a conocer que un policía de la zona había sido calcinado por una turba de manifestantes, en Juliaca. Se trataba del suboficial José Luis Soncco Quispe, de 29 años. Lo que siguió después fue tan inhumano como prenderle fuego a una persona.

Por primera vez en todo el conflicto -que se inició con la destitución del presidente Pedro Castillo el 7 de diciembre y la sucesión de Dina Boluarte-, la mayoría de medios de dejaron de informar sobre los impactos colaterales de las protestas (cuántos millones se pierden todos los días por el bloqueo de carreteras, cómo afecta al turismo, las minas suspenden sus operaciones) para preocuparse por los muertos. Por uno en particular.

En esa línea, el congresista Jorge Montoya propuso declarar a José Luis Soncco mártir de la Policía Nacional y la defensa de la democracia.

Buscaron a sus padres, campesinos de la comunidad de Qolliri, en Canas. Entre sollozos, Eulogio Soncco, el papá, dijo una frase por la que los canales dejaron de darle pantalla a la velocidad de la luz: “Por culpa de esa presidenta, los peruanos estamos matándonos”.

Durante el funeral, don Eulogio no descartó exhumar el cuerpo para realizarle un examen de ADN y certificar que se trata de su hijo.

Boluarte se resiste a renunciar

La tragedia se trasladó a Cusco a mitad de semana. El saldo fue una treintena de heridos y un fallecido. Remo Candia Guevara, presidente de la comunidad campesina Anansaya Urinsaya Ccollana de Anta, fue fulminado con un disparo en el tórax.

Su despedida, como ocurrió con los fallecidos de Juliaca, fue multitudinaria. Incluso el club de fútbol Cienciano del Cusco le envió públicamente condolencias a sus familiares. Para Josue Marocho, presidente de la Asamblea regional de jóvenes del Cusco, no es una casualidad la muerte de Candia. Sospecha que era un objetivo de las fuerzas del orden.

“A un representante de la provincia de Paruro también le dispararon, pero pudo recuperarse. Los dos eran dirigentes, cabezas de organización”, señala.

La organización que Marocho dirige tiene bases en las 13 provincias del Cusco y agrupa a jóvenes entre los 15 y 29 años. Cuenta que sus miembros se han concentrado en la capital del Cusco y actualmente son 25.000, por lo que han tenido que hacer ollas comunes, colectas para poder alimentarse. “No somos vándalos. Desde que inició el paro han tratado de manchar la protesta.

Ya no estamos en democracia. La democracia es una pantalla para justificar los asesinatos”, agrega. Según la Defensoría del Pueblo son 49 los fallecidos, 41 de ellos producto de la represión de las Fuerzas Armadas. Y podrían ser más: Rosalino Flores, un estudiante de 20 años, se debate entre la vida y la muerte al ser impactado por 36 perdigones en el torso. Solo han podido extraerle nueve.

La congresista cusqueña Ruth Luque ha denunciado penalmente y constitucionalmente a Boluarte y a un grupo de sus exministros por las muertes de los manifestantes. Luque sostiene que el camino hacia y la unidad y la paz no puede conseguirse con balas.

“Es necesario comprender que en el marco de toda esta protesta existen actores genuinos. Me refiero a las comunidades campesinas quechuas y aymaras que sienten desde distintas maneras que se ha generado una vulneración a su derecho a la vida, a la integridad, a la seguridad e incluso la necesidad de aspirar a la verdad y la justicia”, dice.

Luque tiene una teoría que también han esbozado otros analistas: que el descontento de la zona sur del Perú, al que Lima mira por encima del hombro, radica en la salida del poder de un hombre con el que se identificaban.

“Fue un voto de reivindicación el que Cusco le dio a Pedro Castillo, un profesor, campesino y rondero. Como me lo describieron: ‘uno igual a nosotros”, cuenta. “Más allá de la culpa de Castillo y de su círculo corrupto, para un gran sector de nuestros compatriotas significa que les arrebataron una esperanza a sus reclamos y a su exclusión”, añade.

El último viernes, la presidenta Boluarte ofreció un discurso a la nación, donde pidió perdón, pero a su vez minimizó el clamor de la ciudadanía.

Y dejó claro que no piensa en renunciar a su cargo. “Gobernaré para los millones de peruanos, no para ese grupo minúsculo de sectores extremistas que incendian y destruyen el país”, remarcó la mandataria, que esos días se reunió con una comitiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El panorama no es alentador.

Los colectivos continúan organizándose para seguir las protestas, esta vez para ser escuchados en Lima.

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