Salí de visitar a mi tío Rafael en la calle El Conde, en su Galería Auffant, el primer establecimiento para la venta y exposiciones de las pinturas de maestros dominicanos como Colson, Hernández Ortega y muchos otros. Cruzando al parque Independencia me percaté que una horda de salvajes, palos en mano, venían pasando el cuartel de los bomberos de la avenida Mella, en dirección al parque, golpeando a todo el que se encontraba en el medio. Yo, que era apenas un niño, emprendí la huida, batiendo todos mis récords de velocidad, hasta llegar a la tienda y oficinas de mi padre. Se trataba de los “Paleros de Balá”, quienes sembraron el terror entre una población que había decidido acabar con lo que quedaba de la dictadura trujillista, luego de ajusticiado el tirano. Aún hoy, décadas más tarde, siento de igual manera que aquel día el terror experimentado.

Ante las protestas escenificadas en Cuba por un pueblo aguijoneado por la desesperación, en una sociedad donde falta de todo, la dirigencia del partido acusó al bloqueo imperialista de provocar la situación de carencia generalizada. No podía ser de otra manera, pues ese discurso es rutinario. Más importante, el liderazgo anunció que los verdaderos “comunistas” (¿Los hay? ¿Quedan algunos?)) iban a responder en las calles a tales provocaciones. La respuesta resultó más aséptica que las salvajadas de Balá, pero no menos aterradora: agentes del servicio secreto cubano, disciplinados y bien vestidos de civil, armados de bates de baseball. Un comentarista en la prensa local se preguntó si el socialismo en Cuba era desde el principio una mala idea o una buena idea que había terminado mal. Creemos que era una mala idea que terminó mal. Lo afirmamos con una cierta amargura al pensar en tantos jóvenes dominicanos que murieron intentando materializar estas ideas evidentemente fallidas. Y un cierto pesar por Karl Marx, un genio indignado, que aunque equivocado, no merece que su nombre sea utilizado para barrer el piso de tanta podredumbre. En fin, los hechos en Cuba nos han hecho regresar al Santo Domingo de principios de los sesenta.

El cadáver del presidente Jovenel Moïse apareció en su habitación, boca abajo, ensangrentado, con doce orificios, con un ojo desprendido o arrancado, con signos de violencia en una mano y un pie. Esta macabra escena indica que los que asesinaron al presidente haitiano actuaron con encono. Ese país, progresivamente anarquizado, donde bandas armadas se pelean por el control de las calles, traspasó un umbral de violencia con la muerte de su presidente. Y lo que es peor, este episodio retrotrajo a la sociedad haitiana a las profundas tinieblas de su “dramática y sangrienta” historia, utilizando una expresión del intelectual e historiador haitiano Price Mars.

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