Las personas siempre estamos esperando. Esperamos que pase algo. Esperamos por alguien, por una fecha, por un evento que estamos seguros cambiará nuestras vidas o al menos le aportará eso que creemos nos hace falta para sentirnos realmente felices.
Esperamos y, en esa espera, dejamos pasar tantas cosas, descuidamos lo mejor que tenemos, olvidamos a quienes siempre han estado.

Hacemos espacio en nuestras casas y nuestras vidas para acoger aquello que creemos será mejor y muchas veces lo que tanto esperábamos no llenó nuestras expectativas o simplemente nunca llegó y no pudimos volver a llenar el espacio vacío.

Algunos esperan poco, pues a tiempo se dan cuenta que la paciencia no es su mayor virtud, aprender a vivir con lo que tienen sin cerrar las puertas al porvenir, otros ven pasar lo mejor de sus vidas esperando lo que nunca llegó.

Los más prácticos, siempre esperan, buscan, pero no la pasan mal con lo que tienen en el presente. Aprenden a disfrutar su hoy y su ahora, sin perder de vista nuevos objetivos.

Estos dejan un espacio entre su presente y el futuro posible. Un espacio que reservan de forma tan discreta que no pueden percibir quienes le acompañan y que no imaginan que solo estarán allí, hasta que llegue alguien más a ocupar su lugar.

Para quienes no aceptan distracciones ni entrenamientos ocasionales, esperar es la única opción.

Estas personas no aceptan convertirse en una compañía mientras llega lo que otros esperan, pero tampoco le darían a otros ese papel. Estas personas sufren soledad y tristeza aunque muchas veces lo tienen todo, simplemente no están conformes y esperan un cambio.

Esto pasa, quizás porque ignoramos que los cambios más trascendentales solo pueden ser realizados por nosotros mismos.
Quizás esperamos porque también ignoramos que lo mejor es precisamente lo que tenemos hoy.

Entonces ¿para qué esperar por lo que ya tenemos?

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