En este mundo convulso en que nos ha tocado vivir, envueltos por los medios y la publicidad, cada vez es más difícil discernir entre lo verdadero y la percepción porque la fantasía y la realidad convergen en un mismo plano que algunos no saben -o no quieren- deslindar. Bien dijo la famosa escritora Agatha Christie: “Pocos de nosotros somos lo que parecemos…”.
Las apariencias nos hacen actores inevitables de una puesta en escena en la que la ficción se confunde con lo cierto, a tal punto, que ignoramos si somos producto de las circunstancias u ocultadores profesionales de los hechos.

Con todo el bombardeo de noticias por todas las vías, interesadas o no, se es el resultado del ideal que otros han querido representar o lo que nosotros mismos pensamos debe ser nuestro papel en la comunidad.

Por eso vemos que, en ocasiones, la estabilidad de una pareja es tan efímera como la sesión de fotos para demostrar lo contrario y la bonanza de una empresa es tan falsa como los anuncios de su solvencia. Las apariencias engañan, pero no sostienen, de lo que se carece es de lo que se ostenta, pero se prefiere la forma que el fondo.

Nos hemos convertido en expertos de la simulación porque toda demostración de vulnerabilidad sería flaqueza o debilidad frente a la sociedad, a cuyo dictamen implacable se teme. Así, las sonrisas frisadas son la mejor demostración de lo afortunados que somos, aunque tras ellas solo existan desgracias y no haya motivos legítimos para sostenerlas.

La evasión de los problemas y el afán por disimularlos, a lo mejor podría ser una manera de sobrevivir y de seguir adelante, pero igual estarán allí, a la espera de ser solucionados. Maquillarlos es sólo un remedio temporal que sólo los aplaza, no los elimina; nos hemos convertido en cántaros vacíos sin sustancia, aunque con mucha escarcha, lentejuelas y artificios. Solo humo, espejo y candilejas para el público.

Convencidos como estamos de que es mejor lo que se aparenta que mostrar lo que en realidad ocurre, olvidamos que los fracasos y tropiezos son un trance inevitable de la trayectoria de vida a la que nadie puede estar ajeno. Somos el triunfo personificado tras la certeza de la derrota, todo está bien y bajo control en nuestra resistencia para reconocer que somos débiles.

Hemos perdido autenticidad entre anuncios fabricados de celofán, alentados en la falacia de una felicidad eterna, para exhibir una prosperidad y alegría de vivir de las que carecemos. Talvez creyéndolo se hace una realidad, pero no deja de ser un espejismo, como si la tristeza estuviera proscrita.

Elegir entre ser y parecer, es todo un dilema. Admitir lo que se es, por encima del qué dirán, es un acto de verdadera valentía.

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