Una vez Jack London escribió un cuento, o más bien un relato, que es como una radiografía del alma de un boxeador llamado Tom King. Es la historia de un bistec que no pudo comprar (el bistec que da título a la obra) y de una pelea memorable en la que un púgil empeña el alma más que los puños. Un relato introspectivo, una apología de la derrota y de la dignidad a la vez. Historia de sueños rotos al límite de la perfección.

El añoso y veterano Tom King se enfrenta una noche, en la que será su última pelea, al vigoroso y juvenil Sandel. Tom King tiene tantos años como deudas y el carnicero se negó a fiarle un buen bistec, el bistec que le daría fuerzas para ganar la pelea. Con la harina que le prestó “la vecina del piso de enfrente”, su amante esposa le preparó un tentempié y cenaría frugalmente. Una cena que no alcanzó para los hijos ni para ella.

“Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.
“La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza”.

Tan mala era la situación económica que Tom King se ve precisado a caminar tres kilómetros para llegar al lugar de la pelea (por suerte, se le había acabado el tabaco y no pudo fumar su pipa). Sin embargo, antes de salir imprime un beso a su esposa. Un emblemático beso. Hay un refrán que dice que Dios aprieta, pero no ahorca. Por mala que sea la situación económica, Tom King es dueño de un invaluable tesoro. Su esposa, dos hijos, el amor que los une.

Tom era un típico boxeador y había conocido mejores tiempos. Tiempos de gloria o fama efímeras, y de dinero que se le escurrió entre las manos. El único oficio que conocía era el de los puños, aparte de ayudante de albañilería, y ya no tenía tiempo de aprender otro.

“Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimi­daba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado”.

A pesar de las apariencias era un tipo noble y de buen temperamento. Un alma noble en un cuerpo de gorila:
“Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapu­leaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa”.

La pelea comienza y Tom King se enfrenta al brioso y exhibicionista Sandel con un juego de inteligencia en el que todos sus movimientos están calculados, reducidos a un mínimo. Sandel salta y se mueve como una ardilla, ataca sin cesar a su oponente.
Tom King se enroca, a la manera del armadillo. Espera pacientemente. La paciencia es la mejor arma del veterano.
“Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo”.

La descripción del combate es tan vívida que permite al lector asistir al escenario en primera fila. Hace posible ver, casi literalmente, a los púgiles en acción. Se escucha el sonido de la campana, el bramido del público y sobre todo el fragor de la lucha interior que sostiene Tom King, la lucidez con que enfrenta la situación, la forma en que por momentos se crece y revierte el pugilato a su favor. Tom King combate por dinero, combate por dignidad, combate por la familia que lo espera en su hogar. La suya será una historia como aquellas que narraba Hemingway. La del vencedor vencido:

“Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostro el aire de las toa­llas con que le abanicaban sus segundos.

“Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.

“—¿Por qué no luchas, Tom? —le gritaron— ¿Es que tienes miedo?
“—Le pesan los músculos —oyó que comentaba un espectador de primera fila—. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!

“Sonó la campana y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud.

“El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían mur­mullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos”.

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