Desde siempre se ha sabido que a casi nadie le gustan las cosas difíciles. Pocos son los que entienden que para lograr y alcanzar metas hay que hacer sacrificios. Muchos sacrificios.

A veces hay que sacrificar hasta lo más preciado, que puede ser un afecto personal, una posesión material o un estado de ánimo o una posición.

Solo quienes entienden que la vida, aunque esencialmente buena, es una constante prueba que obliga a ser más fuertes, que exige altas cuotas de dolor, a cambio de unos pocos ratos de alegría y disfrute, logran triunfar o al menos conseguir aquello que se proponen.

Los demás, se la pasan soñando, aspirando, esperando.

Son esos, precisamente, quienes logran ser engañados por ciertos vivos que se ganan la vida a costa de las ilusiones de aquellos que creen que se pueden lograr y alcanzar metas por la vía fácil y rápida.

Es por esto que para muchos no es de sorprender que surjan o se destapen cada cierto tiempo, historias de personajes que han estafado a un elevado número de personas, a quienes literalmente les han “vendido sueños”.

La gente compra y vende sueños de riqueza y poder, sueños de herencias familiares de montos imposibles de calcular.

El deseo de obtenerlo todo, con el mínimo o ningún esfuerzo para lograrlo, se vuelve la causa principal para caer víctimas de estos charlatanes.

Historias como la famosa herencia de la familia Rosario o la familia Guzmán, que son las conocidas, (quién sabe cuantas otras “familias” estén siendo estafadas con una historia tan increíble), hacen pensar en el nivel de ingenuidad o de amor por lo fácil de una gran parte de la humanidad.

La ley del menor esfuerzo facilita el trabajo a quienes buscan incautos. Los primeros prometen convertir en millonarios, doblar o triplicar una cantidad de dinero como por arte de magia. Los otros, las víctimas, les creen a ojos cerrados y para ver cumplida esta promesa harán todo lo posible y entregarán todo cuanto se les solicite, no escucharán consejos de nadie y no creerán ni en las pruebas más irrefutables.

Cuando se contabilizan los afectados por estas tretas y otras similares, es difícil no pensar que de aquellos ingenuos nativos que habitaban nuestra isla cuando llegaron los europeos, los mismos que, según se ha contado y hasta se ha escrito, cambiaron oro por espejos, ensimismados por aquellos objetos brillantes donde veían su reflejo, solo nos diferencia la pluma y el taparrabo.

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