La expresión se atribuye al creador del pop art Andy Warhol cuando, de manera premonitoria dijo: “En el futuro, todos serán famosos mundialmente por 15 minutos”; cincuenta años después, la frase sigue tan vigente como cuando se pronunció ante una multitud que insistía entrar en una sesión fotográfica. Desde ahí, ese espíritu narcisista nos persigue, resistiéndose a permanecer en el anonimato y exigiendo un puesto, cual que sea, en el espacio social. Por eso, toda cámara atrae un saludo junto a la manía de verse con detenimiento (aunque sea la de seguridad de una tienda); no hay figura popular con quien no quisiéramos tomarnos una foto, más por exhibirla entre los amigos que, por verdadero fanatismo, ni tampoco espejo en el que no busquemos nuestro propio reflejo para reafirmarnos (o creernos) únicos e irrepetibles.

Escuchar mencionar nuestro nombre (y si es en público, mejor) es música para nuestros oídos, nada como saberse reconocido y valorado. Aunque se pretenda disfrazar con una fingida humildad, es irresistible ser tomado en cuenta, de cualquier manera, para no pasar desapercibido. Desde los casos extremos de quienes se promocionan en las redes y obtienen ganancias con su exposición, hasta los simples mortales sin más seguidores que su propia familia, la tendencia mundial es ser visto, como sea, porque es preferible que se hable, aunque mal, a sufrir la indiferencia de sentirse invisible.

Los afiches de los candidatos permanecen exhibiéndose después de las contiendas electorales porque es inevitable que quieran verse la propia cara, una y otra vez, y acariciar con la vista ese nombre que creen único; nada más temido que caer en el olvido. No hay peor ofensa que ser confundidos con otro o que nuestro patronímico se cambie, aunque fuera por simple error. Es afrodisiaco considerarnos exclusivos e inimitables. Aquel que no haya autobuscado su nombre en google, que tire la primera piedra, es hasta compulsivo pensarse importante, relevante y trascendente. No hay quien se resista, la vanidad es el pecado favorito, como bien dijo Al Pacino en El Abogado del Diablo.

El protagonismo nos persigue en la búsqueda de validación porque el ego pesa más que el cuerpo y todo sentimiento de modestia. Nadie quiere ser segundo, sino, encabezar la lista de los distinguidos, de los invitados, de la mesa de honor, de privilegiados que saludan en discursos. Los micrófonos tienen un imán irresistible para nuestras voces, únicas, melodiosas, pero, sobre todo, nuestras y de nadie más. El afán de fama es inevitable, la llevamos en la sangre, en nuestro andar y proceder, los triunfos no existen, mientras no se sepan. Somos lo que aparentamos, lo demás, mientras no se vea, poco importa.

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