En un abrir y cerrar de ojos, el pequeño taller de ebanistería fue acordonado por efectivos del Ejército y varios agentes forestales.
En la comandancia del pueblo había un reporte del forestal de la zona, diciendo que ahí se traficaba con madera verde.

“Que nadie se mueva”, gritó uno de los soldados, con voz que dejó congelados a todos, al momento que los demás rastrillaban sus fusiles. Y en menos de un parpadeo volvió a ordenar, “todos al suelo”.

Aquello parecía una escena de guerra, con varios hombres tendidos, que más que “plancharse”, parecían querer meterse debajo de la tierra.

Con los presentes boca abajo, el resto de las tropas buscaba “la supuesta madera denunciada”, en una enramada cobijada de palma y que no había nada que esconder.

Por eso cuando el comandante a cargo comprobó la situación, encaró al forestal, al que tildó de irresponsable y abusador. Lo único visible era un pedazo de palo que tenía en el torno “Oscar el Ebanista”, para hacer la pata de una silla.

“Comandante, esa gente sabe mucho, seguro agacharon la madera”, atinó a decir asustado el forestal.

“Cállese abusador”, le ordenó el comandante al tiempo que llamaba a los hombres a ponerse de pie y recobrar su dignidad, que con ellos había rodado por el suelo.

Otra orden del militar y los soldados abandonaron el lugar entre los aplausos y la alegría de los que allí estaban.

Tras irse los soldados, y transcurrir como 20 minutos, todavía el susto no había pasado. Por eso cuando estos hombres vieron a Miguelito, un niño como de diez años, correr despavorido hacia ellos, gritando “Ahí vuelven…vuelven los guardias”, se armó un “juidero” que hasta los más gorditos parecían “volar bajito”.

Uno tropezó y cayó de boca; otro metió los pies en un fogón donde habían colado el café; José se llevó de por medio el tronco de la mata de mango y Oscar, que se le enredó su camisa con la correa del pequeño torno, solo gritaba “suélteme guardia que yo no soy de aquí”.

Sólo se detuvieron cuando al mirar atrás vieron al niño “muerto de la risa”, voceando “párense…no corran que es mentira”. Entonces, quien tuvo que “correr a mil”, fue Miguelito, para escapar de la persecución de los hombres burlados.

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