Desde los inicios del siglo XIX, las relaciones entre Haití y República Dominicana han sido difíciles y solo tuvieron un respiro en la gestión de los dictadores Rafael Trujillo y François Duvalier.

Los gobiernos que se han sucedido en una y otra nación, han buscado la manera de establecer acuerdos para conseguir la paz en la isla compartida, pero nada ha tenido el éxito deseado, debido a que los actores del hermano país muestran poco interés en que la paz prospere.

Esta vez, además del flujo constante, el uso de los espacios públicos, la ocupación de los hospitales, los haitianos quieren llevarse a su depredado país, las útiles y ricas aguas del río Masacre, sin importarles que esta fuente hídrica nace en la orografía criolla y que, si bien es un bien natural que pertenece a todos, no debe ser tomado por las malas.

El Gobierno no debe escatimar esfuerzos para evitar que los agricultores y los residentes en la zona fronteriza se queden sin agua, como ha ocurrido en Pedernales con el Artibonito, el cual en un proceso similar y, por un poco de descuido nuestro, se ha quedado en Haití. Solo el polvo le ha tocado a esta ciudad dominicana.

Con Haití hay que poner las cosas claras y la comunidad internacional que tanto interviene, debe hacer mayor esfuerzo para que, junto con nosotros y los haitianos que quieren el bienestar de su país, procuremos contribuir con su desarrollo y operatividad económica, de tal modo, que la irregular inmigración que ahora tenemos, pueda ser efectivamente controlada.

Sabemos que no es asunto de una gestión de Gobierno, que es un compromiso de muchos, pero creemos que es tiempo de empezar a ponerle atención al problema, porque en el mediano plazo se convertirá en un prolongado dolor de cabeza para los criollos.

Esta vez esperamos un ejercicio lineal y decidido de nuestra diplomacia y un compromiso formal de las autoridades actuales y por venir. Es tiempo de dar la cara.

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