Durante la cientificidad incipiente del derecho penal, los elementos cognoscibles en el proceso enseñanza-aprendizaje propio de esta disciplina académica eran delito y pena, pero en el transcurso del tiempo el positivismo italiano, a través de sus conspicuos precursores, tales como Enrico Ferri, César Lombroso y Rafael Garófalo, incluyó la figura del delincuente, en busca de indagar sobre la etiología endógena y exógena del sujeto social en conflicto con la ley punitiva.
Aun cuando nadie en su sano juicio se atreviere a desdeñar los aportes de la escuela clásica y positivista, por cuanto dichas perspectivas teóricas formularon invaluables postulados y axiomas propiciatorios de los lineamientos discursivos apropiados para la construcción científica del derecho penal, pero como ninguna obra humana resulta infalible, aconteció entonces que tales avances con miras a lograr propincuidad con la perfección ameritaron el condigno tratamiento epistémico de la víctima, máxime cuando la sociedad hodierna muestra riesgo por doquier.

En el esquema trazado, a través de la codificación napoleónica, el sujeto social pasible de calificarse como víctima careció de garantía sustantiva para reivindicar sus derechos fundamentales, por cuanto la sociedad jurídicamente organizada terminó arrogándose el rol que a cada persona perjudicada le tocaba desempeñar en una cualquiera de las fases procedimentales, aunque se le permitía ser parte civil constituida en el juicio de fondo, en busca de procurar intereses privados de cariz resarcitorio, pero cuya versión sobre el hecho punible no sería otra cosa que un simple relato informativo, sin fuerza testifical.
Así ocurrió que en los países de la órbita occidental, una vez dada la organización de las distintas comunidades en Estado bajo el paradigma del contrato social, resultó entonces que la víctima quedó relegada, olvidada, marginada o neutralizada, hasta el punto de venir a ser la cenicienta de la justicia penal, tras negársele tener participación directa en el proceso penal tradicional de talante vindicativo, cuya parte estelar era el sujeto activo del delito, contra quien el leviatán procuraba vengarse por haber lesionado el orden público.

Ahora bien, el sistema de venganza pública institucionalizada dio un giro copernicano, luego de la segunda posguerra, cuando el jurista hierosolimitano, doctor Israel Drapkin, organizó en Jerusalén el primer evento académico sobre victimología, disciplina científica que sería la contraparte de la criminología, cuya fundación se les atribuyó a los archiconocidos tres evangelistas de la escuela positivista previamente citados.

Pues bien, la victimología, desde 1973 hasta 1985, fue creando, a través de sus precursores, los contenidos epistémicos necesarios sobre los sujetos pasivos del delito, en aras de revertir la fisonomía de meros súbditos para así pasar a ser ciudadanos empoderados, capaces de asumir roles protagónicos en la reivindicación de sus derechos fundamentales, por cuanto ellos son quienes reciben el daño directo del delito, contrariando entonces la vieja ficción jurídica que le atribuye semejante lesión a la sociedad jurídicamente organizada.

En nuestro suelo insular, una vez aprobada la preceptiva procesal penal actualmente vigente, a través de la Ley núm. 76-02, del diecinueve (19) de julio de 2002, la víctima quedó reivindicada en garantía sustantiva, ya que desde ahí en adelante toda persona perjudicada por algún delito puede intervenir en las diversas fases procedimentales, ora instaurando denuncia o querella, ora instrumentando actoría civil, a fin de procurar condenación represiva, o bien solicitando indemnización económica y hasta siendo testigo de su propia causa, lo cual era impensable que ocurriese bajo el otrora paradigma.

Así las cosas, cabe descartar entonces que el derecho procesal penal bajo vertiente constitucionalizada resulte ser la carta magna del delincuente, tal como hubo juristas detractores que quisieron retrotraer tan viejo aserto, atribuido desde antaño, al maestro Franz von Liszt, aunque esta vez dicha frase estuvo fuera de contexto, pues en nuestros días tanto imputado como víctima casi quedan situados en pie de igualdad.

Tanto es así que ahora pudiera concluirse diciendo que hoy existe sobrada vacilación para decidirse si frente a la duda subyacente hay que favorecer al justiciable o la víctima, aunque desde antaño la balanza ha venido inclinándose por el imputado, pero actualmente los teóricos de la victimología formulan contrargumentos, a fin de que semejante garantía quede invertida, por cuanto sostienen que la persona damnificada por el hecho punible debe recibir la condigna tuición de la preceptiva penal.

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