La emergencia sanitaria debido al nuevo coronavirus ha puesto de rodillas a los sistemas de salud en todo el mundo. Pronto habrá que tener una discusión muy seria sobre cómo éstos se han estructurado. En muchos países, éstos han terminado siendo articulados alrededor de la provisión privada de servicios de atención y aseguramiento y con unas reducidas capacidades públicas para planificar, ordenar, prevenir y atender a las personas. El resultado ha sido un gran sufrimiento humano y, en muchos casos, la muerte.

Repensar la salud

Difícilmente algún sistema de salud hubiese estado en la capacidad de responder adecuadamente a una situación como la actual, pero está muy claro que unos países han tenido mucho más éxito que otros en la respuesta. La razón no sólo ha tenido que ver con las eficacias de las estrategias específicas (aislamiento severo, aislamiento focalizado, pruebas, etc.) o con los recursos financieros y tecnológicos disponibles sino con los principios rectores de esos sistemas, con su arquitectura y con la forma en que los diversos actores se articulan.

A estas alturas, las élites deberían haber aprendido que, en este ámbito, han hecho un pésimo trabajo y que el Estado nunca debió de haber sido desprovisto de las capacidades financieras, tecnológicas, de rectoría y de servicios fundamentales para enfrentar crisis y riesgos de éste y otros tipos. Y lo deberían haber aprendido por dos razones. La primera es que, por la naturaleza del riesgo, sus propias capacidades y recursos individuales no les inmuniza. Más aún, en este caso específico, por su nivel de contacto con el resto del mundo, han estado más expuestos que otros. Su protección depende del nivel de protección del colectivo y no hay soluciones individuales.

La segunda es que esa falta de capacidad del sistema sanitario, que es común a muchos países ricos y pobres, está contribuyendo de forma significativa a que la crisis de salud se convierta en una crisis económica sin precedentes. Se trata de una crisis doble. La velocidad del contagio, su furtividad, la ausencia de vacunas y tratamientos altamente efectivos y la escasez de pruebas ha hecho que la única herramienta disponible por el momento para detener la epidemia es el aislamiento social y la paralización forzada de una cantidad enorme de actividades económicas.

Esta crisis es causada por shocks simultáneos de oferta y demanda. Se ha derrumbado la producción por orden gubernamental. Esto ha abatido los ingresos laborales de una parte muy significativa de la población, lo cual está llevando a una reducción drástica de la demanda de una gran cantidad de bienes y servicios, lo cual terminará comprimiendo aún más la producción. Por el momento no parecen haber riesgos graves de inflación o devaluación porque la demanda va en picada. El problema es que la producción y los ingresos se han visto drásticamente reducidos y con ello, la capacidad de sobrevivencia de una enorme parte de la población dominicana.

A juzgar por la respuesta que ha dado, el gobierno parece haber entendido bien esto. Sus acciones se han concentrado en tres vertientes: proteger los ingresos de la población pobre y de asalariados suspendidos, proveer alivio tributario a las empresas y facilitar liquidez a la economía.

Protección de los ingresos, alivio tributario y facilidades de liquidez

La protección de los ingresos se ha dirigido a quienes, teniendo un trabajo formal, han sido suspendidos y han visto paralizados sus ingresos, y a quienes están en pobreza o en situación de vulnerabilidad económica. El programa FASE ha sido diseñado para proteger los ingresos de trabajadoras y trabajadores formales suspendidos por empresas que no pueden seguir operando. Después de unos días de confusión, un reciente decreto presidencial y un instructivo aclaran quiénes se pueden beneficiar, con cuánto y cómo. El gobierno decidió aportar por un período de dos meses hasta 8,500 pesos a empleados suspendidos y apoyará con 5 mil pesos por trabajador a empresas manufactureras y micro, pequeñas y medianas empresas que se mantengan operando. Para la población en pobreza o en situación de vulnerabilidad económica, un total de 1.5 millones de hogares, el programa Progresando con Solidaridad (PROSOLI) proveerá una transferencia de 5 mil pesos por dos meses.

Este tipo de acciones son vitales porque esa población no tiene alternativas para sobrevivir durante el tiempo que dure la paralización. Sin embargo, los montos de las transferencias son insuficientes y hay una población muy vulnerable, cuya sobrevivencia también está comprometida, que no está siendo adecuadamente protegida. El límite superior de aporte de FASE a empleados suspendidos es probablemente la mitad del salario medio y no es suficiente para alimentar a un hogar de cuatro personas por un mes. El hogar promedio del país tiene algo más de cuatro personas. Por su parte, el aporte de PROSOLI apenas alcanza para 15 días de alimentos de un hogar similar, con el agravante que los hogares más pobres son usualmente de mayor tamaño.

En adición, no se han considerado compensaciones para empresas y trabajadores informales como tales. Esas personas solo serían beneficiarias si pertenecen a hogares pobres o vulnerables empadronados en PROSOLI. Además, las transferencias sólo compensan a la población documentada. La población dominicana no documentada, la mayoría en condición de pobreza extrema, no está siendo protegida, mucho menos la población migrante, documentada o no documentada. ENHOGAR 2015 estimó que un 5.1% los dominicanos de más de 15 años no tienen cédula de identidad.

Por lo anterior, parece necesario hacer tres cosas. Primero, incrementar las compensaciones monetarias de emergencia, en especial las de PROSOLI, para acercarlas al monto necesario para adquirir la canasta alimentaria básica. Segundo, robustecer los programas de distribución de alimentos y dirigirlos especialmente a los segmentos desprotegidos, garantizando que las tareas no se conviertan en un mecanismo de transmisión de virus. Tercero, debemos ser creativos y pensar cómo ayudar a proteger los negocios informales y a su gente.

Por otra parte, el gobierno decidió posponer obligaciones tributarias inmediatas de las empresas y personas. Esto es un alivio inmediato importante, en especial para empresas que han visto una drástica reducción de los ingresos. Probablemente habrá que extender estos beneficios. Lastimosamente, eso deteriorará la situación fiscal y reducirá la capacidad del gobierno de vigorizar y extender su respuesta y, eventualmente, cuando la crisis sanitaria sea superada, de estimular el crecimiento. Por último, las autoridades monetarias han impulsado un paquete de medidas que incrementan de forma sensible la liquidez en la economía y la disponibilidad de recursos para créditos. Desafortunadamente, estas no tendrán efectos inminentes porque, en un momento en el que las ventas, los ingresos y la producción están paralizados, no habrá apetito por crédito. Una preocupación que surge es cuál será el destino inmediato de esa liquidez.

Prolongación y salida

Es evidente que mientras más se prolongue la emergencia sanitaria y las medidas de aislamiento social, más prolongada será la paralización y más difícil será salir de ella. A más largo plazo, la paralización daría paso a las quiebras, a la desaparición de empresas y al deterioro del tejido económico. En esas circunstancias, recuperar la actividad sería mucho más difícil y tomaría mucho más tiempo porque no se trataría sólo de activar la demanda a través, por ejemplo, de más gasto público que estimulen la producción para que las empresas usen su capacidad ociosa y empleen más personas. La recuperación implicaría cuestiones como formar nuevas empresas, muchas veces desde cero, y reconstruir tejido económico, relaciones empresariales y cadenas de suministros. Un esfuerzo de ese tipo se parece más a un programa de desarrollo productivo que a uno de recuperación del crecimiento.

Además, la quiebra de empresas podría generar un deterioro irreversible de la cartera de crédito de muchas entidades financieras. Es obvio que las más pequeñas o débiles estarían más expuestas.

Por todo lo anterior, urge levantar las restricciones sobre la economía lo antes posible, a condición, claramente, de que el riesgo sanitario haya sido minimizado.

Por último, bajo cualquier escenario, la recuperación requerirá de un gran esfuerzo fiscal para el cual el país no está preparado, simplemente porque no tiene recursos suficientes. La respuesta inmediata a la crisis sanitaria y las medidas de compensación social puede ser atendidas con recursos internos, pero ese no parece ser el caso del paquete necesario para volver a crecer.

En este momento, por razones obvias, los inversionistas no están interesados en invertir en acciones ni bonos soberanos de países de ingreso medio como la República Dominicana. Es probable que, en unos meses, una vez pase la emergencia, su apetito resurja, pero es incierto de qué tamaño sea. Por eso, lo inteligente es ir pensando en formas alternativas de financiamiento.

Ya hay quienes hablan, sin miedos ni prejuicios, de recurrir al financiamiento del Banco Central. Mientras haya capacidad ociosa, divisas y bajo riesgo de inflación, esa es una alternativa de corto plazo que merece ser considerada, especialmente como un mecanismo de financiamiento transitorio. Lo hizo Costa Rica con éxito en el pasado reciente y la República Dominicana ya lo está haciendo a muy pequeña escala con el nuevo crédito para atender la emergencia.

En tiempos de crisis, hay que atreverse a romper esquemas.

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