Y les damos protección y educación y el calor humano necesario para que nunca sientan frío en el espíritu ni temor ante el porvenir.

Y los amamos y justificamos la hermosa condición de padre y madre en la unificación y consecuencia de la vida que comienza y termina en el valor de la familia y, ciertamente, les entregamos los caracteres mendelianos, las leyes de la herencia, la “clonación” de los genes y el parecido de nuestras actitudes.

Y nos alegramos cuando se divierten y cuando tienen novia o novio; cuando estudian correctamente y cuando sentimos el aprecio que nos dispensan en la función de un abrazo o en el tradicional y amoroso pedido de la bendición.

Y nos sentimos felices de ser papás y mamás cuando están sanos; y nos sentimos tristes, muy tristes, cuando están enfermos; pero, ¡Viva Dios!, nos sentimos contentos, muy contentos, cuando trabajan y ayudan a sus hermanitos más pequeños y pequeñas o cuando emiten juicios consecuentes con el justo valor de la vida.

También nos causan angustia cuando nuestros hijos se desvían de las normas consensuadas por la sociedad donde hacemos vida común, en el marco de la cual tenemos que enfrentar los desafíos de las circunstancias.

Quizás sean estas palabras un tanto enternecidas por mi debilidad paternal, pero son, en todo caso, muy francas y espontáneas, porque el amor a los hijos solo puede explicarse con dulzura.

Frente a estas oraciones hilvanadas, penosa es la decepción que experimentamos cuando el edificio moral que construimos es derrumbado por efectos y acciones opuestas a la doctrina doméstica de su fabricación.

Y sentimos que nos cae pesadamente toda estructura filosófica de los años hasta el punto de triturarnos el alma y de aplastar nuestro particular sentido de la existencia.

La decepción es dura, porque los hechos que deploramos en nuestros hijos retractan los sueños y golpean las ilusiones.
Conocemos los signos de los tiempos y entendemos la descomposición como factores preocupantes.

Pero también conocemos y entendemos que, frente al lodo, la sociedad promueve paradigmas entre los cuales se encuentran padres y madres tan buenos y consecuentes como la parte hermosa de la vida.

¡Amén! 

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