En los primeros momentos del derecho penal moderno primó un concepto unitario de autor. De acuerdo con este criterio, todo el que aportaba una condición para la producción del resultado era considerado autor del mismo. Por lo tanto, no existía diferencia alguna entre autores y cómplices y tanto aquellos como estos eran condenados a la pena fijada para el autor, pues esta calidad les asistía a todos aquellos que habían realizado un aporte a la comisión de la injusticia implícita en el delito.
En general, la redacción de los tipos penales está enfocada a conductas consumadas y realizadas por un solo sujeto activo o autor, sin perjuicio de los tipos plurisubjetivos. No obstante, en la parte general del Código Penal se encuentran amplificadores de los tipos penales, los cuales hacen posible que la punibilidad contemplada en el tipo penal, o una proporción de ella, se aplique a ciertos momentos del iter criminis, y a personas diferentes al sujeto activo, pero que intervienen igualmente en la realización del ilícito, como es el caso de la complicidad.

La complicidad implica una actuación delictiva accesoria al injusto del autor o autores, y, por consiguiente, para que exista un cómplice deberá existir, al menos, un autor, sin que sea necesario que este autor se haya identificado e individualizado previamente dentro de la respectiva investigación y basta que se tengan indicios de su existencia. Por otra parte, la conducta del cómplice debe estar inmersa en la conducta principal, pues si desarrolla un tipo penal diferente, no existiría complicidad, sino concurso de tipos penales; sin embargo, aunque debe haber una vinculación entre la conducta principal y la conducta del cómplice, no tienen que desarrollarse de manera coetánea.

El artículo 59 del Código Penal dispone para el cómplice una disminución punitiva de la pena que le corresponde al autor de la conducta punible. Pero para ello se requiere que objetivamente se haya prestado una ayuda al autor y que subjetivamente se haya accedido a un hecho doloso principal, proporcionando un aporte encaminado a lesionar el mismo bien jurídico atacado por el autor.

El legislador como instancia de configuración del derecho positivo tiene una prohibición de exceso y una prohibición de protección deficiente para la ley penal. Y ocurre que uno de los ámbitos en los que puede haber lugar a un exceso en el ejercicio del poder punitivo del Estado es el de la complicidad: ello sucede, por ejemplo, cuando el autor y el cómplice son sometidos por la ley a la misma pena. Se incurre en tal exceso porque, dado el menos aporte del cómplice a la comisión de la conducta punible en relación con el aporte del autor su pena debe de ser menos a la de este. No obstante, como la prohibición de exceso es unos de los límites de la función legislativa, tal equiparación punitiva resultaría ilegitima. De ahí que el legislador se halle en el deber de distinguir las consecuencias punitivas de autores y cómplices. De lo contrario, vulneraria la prohibición de exceso y configuraría tratamientos discriminatorios.

Entonces, hoy existe un fundamento normativo superior que impone un distinto tratamiento punitivo del autor y el cómplice: el derecho fundamental a la igualdad. El sendero que sigue el derecho penal es el mismo: la búsqueda de criterios que permitan diferenciar autores y cómplices, y promover un sistema punitivo que sea consecuente con el aporte que unos y otros realizan a la injusticia del delito.

Lo que nos queda claro es que concurren argumentos constitucionales derivados del derecho fundamental a la igualdad y del principio de legalidad para distinguir ente autores y cómplices del ilícito.

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