Desde el triunfo de la revolución bolchevique , la experiencia demuestra que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza; constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. Ha ocurrido también en Cuba, Venezuela, Corea del Norte, Nicaragua y otros países.

También es cierto que una economía de mercado sin restricciones impide la justicia social. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia.

La pronunciada presencia del Gobierno en la actividad económica genera una peligrosa asociación de funcionarios y empresarios corruptos con los resultados que todos aquí conocemos.

Uno de los grandes males que se arrastran gobierno tras gobierno es el enorme poder discrecional de los funcionarios públicos. Esa peculiar característica del ambiente político frena el desarrollo y paraliza todo esfuerzo encaminado a elevar el nivel de transparencia de las ejecutorias en la esfera estatal. No me refiero sólo a las facultades casi monárquicas del presidente emanadas primero del artículo 55 de la Constitución ya derogada y ahora diseminadas en el texto de la Constitución promulgada a comienzos del 2010. Me refiero por igual a la capacidad que posee cualquier burócrata de alto, medio o bajo nivel, para detener una inversión o entorpecer un proyecto industrial, con base en el más insignificante e injustificado tecnicismo o simplemente porque le viene en gana, si alguien le cae pesado o no se le atiende debidamente. La Carta Magna pudo ser una oportunidad para eliminar esas y otras prácticas viciosas pero es evidente que nada de eso ha cambiado.

El país ha sufrido siempre de una penosa debilidad relacionada con una pobre opinión pública sin eco en la esfera de decisión política.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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