Situado de nuevo en la temporalidad pretérita, hay que ver que la abogacía en el viejo régimen jurídico de Francia mereció el rango de magistratura, tal como aconteció con la judicatura y la procuraduría mayestática, mientras que así lo reconoció el primer presidente de la Corte de Casación de la otrora nación gálica, Pierre Paul Henrion de Pansey, en varias de sus obras históricas sobre esta materia, por cuya razón el espíritu revolucionario triunfante quiso hacer añicos el ministerio abogacil mediante decreto de 1790, contenido normativo que habilitó la defensa oficiosa o individual de cualquier ciudadano, por cuanto debía forjarse una nueva sociedad.

En mérito a semejante tratamiento honorario, los abogados durante la monarquía absoluta de Francia, ya como jurisconsulto, consejero, pasante o procurador oficial de la corona, o bien como servidor de los súbditos, pertenecieron a la sazón, ora a una orden, cofradía o curia, pero tales privilegios propios del viejo régimen fueron abolidos, tras el triunfo de la Revolución de 1789, cuando el último rey recibió la pena capital en la guillotina.

De la misma fuente histórica, cabe aprender que la abogacía conviene verla como herencia cultural milenaria, puesta en escena mediante oratoria o retórica, cuyos ejercitantes tenían que ser ante todo hombres libres, dotados de alto abolengo social y otrosí ilustrados en la dialéctica sofística, socrática, platónica o aristotélica para así asumir la defensa de alguien en cualquier lugar donde se impartiere justicia, entre ellos areópago, basílica, parlamento o foro.

Entre tales lugares alegóricos a la majestad de la justicia, el areópago retrotrajo el auditorio de antaño, donde se debatían los asuntos relevantes de la sociedad ática, el parlamento quedó vinculado con la legislatura, la basílica vino a referirse a la máxima representación de la casa eclesial, pero el foro prosigue correlacionándose con las lides judiciales, por cuya razón suele hablarse de costumbre y litigación forenses para significar tradición jurisdiccional y debates dables entre abogados en el templo de la diosa Temis.

Pese a lo que hoy pueda estar ocurriendo, el filósofo de antaño que asumiere la defensa de alguien que le llamare para tal fin, como maestro de la dialéctica estoica, sofística, socrática, platónica o aristotélica, caracterialmente ejercía la abogacía, procurando ante todo la verdad y la justicia, a través de una litigación forense reivindicatoria de la ley y la ética para así permitir que la inteligencia o sabiduría triunfara sobre la fuerza y la materia.

De ahí, cabe percatarse que el abogado de antaño era el ejemplo vivo de la honorabilidad, de la abnegación y sacrificio, moralista acrisolado, partícipe de la justicia, maestro de la dialéctica, caballero o doctor de la ley, cuyo ministerio tenía que servirse a título gratuito, pero recibía honorarios en gratificación compensatoria, tras ofrecer consultas o consejos jurídicos, defensas escritas o litigación forense mediante el sabio alegato argumentativo.

En Francia, país que dio origen a nuestra cultura jurídica, surgió el ejercicio chicanero de la abogacía, traducido como artimaña, actuación desleal o procedimiento torticero, tendente a suscitar dilación indebida o torcer el rumbo de la sana administración de justicia, lo cual vino a poner en tela de juicio la encomiable fama de la profesión abogacil, tal como ha sido vista semejante práctica social en sus tiempos primigenios.

En nuestro suelo insular, la archiconocida chicana se convirtió en práctica imperante en los fueros de la justicia penal, toda vez que la codificación procesal de origen napoleónico dejaba en la impunidad semejante actuación torticera, pero desde hace dos decenios la legislación regulatoria de la debida formalidad jurídica propende a sancionar el ejercicio temerario de la abogacía.

En el estado actual de nuestro derecho, la litigación forense calificable de temeraria, desleal, torticera o de mala fe puede traer consigo consecuencia punible, a través de la aplicación de los artículos 134 del Código Procesal Penal y 56 de la Ley núm. 2-23, sobre el recurso de casación, en cuyos supuestos fácticos el abogado chicanero se hace pasible de recibir condenación pecuniaria, de hasta quince días del salario base de un juez de primera instancia, mientras que si la falta resultare cometida ante la Suprema Corte de Justicia, entonces el jurista abogadil tendría que pagar multa civil de diez salarios mínimos como sanción mayor.

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