Si existe algo de lo que nadie se retira, es de la política. En el Gobierno o en la oposición, la voz de los dirigentes no se apaga ni con los fallidos intentos del organismo rector para detener esa campaña permanente en que todo tiene el tufo partidista; cada declaración o iniciativa arrastra un mensaje nada subliminal para la búsqueda, permanencia o retorno al poder, del que nadie quiere salirse.

Se aspira, mientras se está, pero también (y sobre todo), para volver y no caer en la invisibilidad. Los de ahora defienden a capa y espada su gestión, los de antes, la critican para arrebatársela; es la historia de nunca acabar, cual círculo vicioso que se repite y retorna al mismo punto, entre el de arriba y el de abajo que aguarda su turno, con una desesperación propia de los niños en fila para montarse en el columpio.

Cuando se piensa que un político ha salido del ruedo y está recluido disfrutando en una feliz ancianidad, resurge como en la segunda temporada de una serie que se creía concluida y luego se repone. Si la edad es un pesado lastre, su figura ya está desgastada y no aguanta el ritmo acelerado de las exigencias propias de esas lides, busca el relevo en las nuevas generaciones, aun más talentosas, porque vienen curtidas con la experiencia de su mentor y la energía de la juventud. Bajo el árbol centenario se cobijan los retoños, como pichones con renovados bríos, impulsados por sus antecesores.

De la política nadie se aleja totalmente, sea para buscar antiguas alianzas -al resguardo del viejo zorro que diseñó el manual- sea porque el olvido no le gusta a nadie y el protagonismo es necesario en un oficio inagotable e inacabable. Con las estrategias modernas, el político ducho se reinventa proyectando la sabiduría de los años porque en este país se nace y se muere político, lo contrario, sería sufrir el ostracismo, si no hay nada que ofrecer.

Como asesores, consultores o mediadores (si es que fueren imparciales), les resulta irresistible estar en la palestra y seguir influyendo tras bambalinas para ser aplaudidos, buscados y aclamados. Al político criollo no lo detienen los achaques de la edad, al contrario, es la energía que los mantiene vivos con una razón diaria de levantarse, como un hambre insaciable que no se abandona. Todo vale para estar y existir, mientras se espera que llegue el final. Cuando se les cree aniquilados, resurgen para recordarnos que no estaban muertos, que andaban de parranda, una que arranca cada cuatrienio y que no concluye, como el jugador empedernido que continúa porque ganó, pero también, por haber perdido.

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