Aunque conocía de sus quebrantos, me sorprendió la noticia porque la última vez que tuve la oportunidad de verlo y conversar con él lo noté muy recuperado, y como siempre, dispuesto a servir y deshacer entuertos.
Con su partida a la Casa del Señor, monseñor Agripino Núñez Collado deja un vacío muy difícil de llenar, pues el mediador por excelencia debe ser una persona inteligente, capacitada, hábil y paciente, que no solo se limite a tratar que las partes logren un acuerdo, sino que además sugiera, proponga, recomiende fórmulas intermedias, que al final podrán ser aceptadas, aunque se disgusten ambos contendientes.

Precisamente, para lograr que la concertación pudiera fructificar en el país se necesitaba de un mediador. Esta era una figura aún desconocida en el ámbito laboral dominicano cuando Ramón García Gómez y el autor de esta columna, ambos profesores de Derecho del Trabajo de la UCMM viajamos en el último trimestre del año 1984 a México, y en el congreso a que fuimos invitados oímos debatir por primera vez en torno a este modo de solución de los conflictos de trabajo. Nos pareció que el mecanismo podía resultar útil en un país como el nuestro inmerso en esos momentos en un estado de agitación y crispación, pero la pregunta que nos hacíamos era cómo y quién podía promoverlo y aplicarlo.

La respuesta fue acudir a donde nuestro Rector a quien invitamos a un almuerzo que tuvimos en el mes de diciembre de ese año en el Hotel El Embajador. Agripino nos escuchó atentamente, hizo preguntas y nos pareció entusiasmado con las explicaciones. En enero de 1985 nos sorprendió. Ya tenía convocado y organizado un encuentro para el mes de marzo con las autoridades laborales, los empresarios y los trabajadores para intentar un diálogo social y nos pidió invitar a un experto internacional que explicara sobre el procedimiento de la concertación.

A sugerencia nuestra, que fue aceptada, se invitaron tres especialistas: uno favorable a la concertación, José Antonio Sagardoy, jurista español y abogado empresarial; otro contrario a ella, Néstor de Buen Lozano, mexicano y litigante de organizaciones sindicales; y un tercero, Emilio Morgado, alto funcionario de la OIT, quien expondría en busca de un equilibrio.

Así se inició el diálogo social y el proceso de concertación laboral en la República Dominicana. Fue un inicio duro y ríspido. El representante sindical expuso amargamente la situación obrera e hizo fuertes acusaciones contra el empresariado, de tal suerte que don Heriberto de Castro, en nombre de la Confederación Patronal pudo decir que de haber sabido de antemano a lo que se exponía hubiera asistido acompañado de la Primera Brigada del Ejército.

Gracias a los dotes innatos de monseñor Núñez Collado, de su habilidad y paciencia, el diálogo prosperó y a partir de ese año pudo instaurarse en el país una cultura de diálogo social que hasta la fecha ha permitido la conservación de la paz social en las relaciones obrero-patronales.

Pocos años después, en octubre de 1990, Agripino me llamaría para comunicarme que el presidente Joaquín Balaguer le había pedido sugerirle nombres para integrar una comisión que se encargara de reformar el Código de Trabajo de 1951, y que pensaba recomendarle para tal tarea a Lupo Hernández Rueda, Milton Ray Guevara y quien esto escribe. Así lo hizo, fuimos designados y en enero de 1991 entregamos el proyecto, que comenzaría a examinarse y debatirse con empresarios y organizaciones sindicales a partir del mes de marzo cuando se me nombró secretario de Trabajo para tratar de conseguir un avenimiento de los interlocutores sociales con el auxilio de los técnicos de la OIT. Una vez más, viendo el tiempo transcurrir sin lograr el consenso, apelamos a la intervención del mediador, del misionero de la concertación, como justamente lo ha calificado Milton Ray Guevara, y en sesiones presididas por él y celebradas en los meses de abril y mayo de 1992 pudimos anunciar que con la aprobación del Congreso tendríamos al fin un nuevo Código de Trabajo, instrumento que sería promovido por la OIT como el primer código pactado en un diálogo social.

No sería la última vez que Monseñor me auxiliaría en mis retos y afanes. En el 2004, ya siendo vicepresidente de la República, el presidente Leonel Fernández me comisionó para poner en práctica el régimen contributivo de salud del Sistema Dominicano de la Seguridad Social. Luego de ocho intentos fallidos habidos en la administración precedente la tarea se avizoraba como ardua y delicada, y así pude comprobarlo en las reuniones con los diferentes grupos que incidían en el tema. Llegado el momento, recurrí a la intervención de Núñez Collado y en el 2007 el gobierno pudo anunciar al país que entraba en vigor el régimen contributivo de salud.

A Monseñor, gracias por su apoyo y su confianza, hasta el punto de que en 1984 me pidió organizarle el Departamento de Derecho de la UCMM, en su recinto de la capital, del cual fui designado como su primer director.

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