Sembrar un árbol es tener amor en el alma, sentir en las manos el calor de nuestra fundamental esencia e imponernos al ser irracional que traemos dentro. Hacer que ese árbol crezca es cosa de abonarlo con bondad, mantener la esperanza de que siempre haya agua y que el viento no dejará de entonar su melodiosa sinfonía de ramas. Amar el árbol es identificarnos como lo que somos en el más sublime sentido de la palabra: Humanos. Por todo eso, arrancar un árbol de cuajo es un odioso acto de barbarie que merece la más radical de las condenas. (Es lo que pienso cada vez que veo el cadáver de un árbol).

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