Frases como la de que el matrimonio y mortaja, del cielo bajan para compararlo con la rotundidad de la muerte o como sinónimo de martirologio porque solo los mártires lo soportan, invaden cada vez más en la conciencia general considerándolo un suplicio que pocos quieren sufrir, un camino al patíbulo para ser fusilado en el paredón de la rutina o una forma infalible en que se difumine la existencia. Se le ha declarado equivalente a patrimonio, por los intereses que genera, manicomio o hasta demonio, descartándole todo lo positivo.

Tales expresiones despectivas lo asimilan a una entelequia pasada de moda o una institución a la que se le respeta, pero desde lejos, como un monumento distante, ajeno, anticuado e inservible, que se ve y no se toca. Algunos lo comparan a una cadena perpetua en una cárcel cuyos barrotes limitan (o eliminan) la libertad, un confinamiento voluntario para convivir con una misma persona hasta la eternidad o por tanto tiempo que resulta insostenible.

Muchos lo creen un retraso de los planes o una retranca que obstaculiza las realizaciones personales, al punto que ha bajado el ranking de los primeros deseos del individuo que, antes que casarse, prefiere mejor graduarse, establecerse económica y profesionalmente, lo que resulta razonable por la seriedad de la decisión, si no fuera por aquello de no comprar la vaca entera, si se puede conseguir a pedazos. Y es que pareciera que muchas de las ventajas de ese vínculo indisoluble al que pocos quieren acudir pudieran disfrutarse sin comparecer ante un cura o un oficial de estado civil.

Las fronteras entre amigos con derechos, compañeros de alcoba, convivientes y marido y mujer se torna cada vez más difusa, aunque de entre ellos hubiera algunas parejas estables. Dicen que casarse es anticuado y solo los desfasados lo hacen porque se prefiriere tomar lo mejor de dos mundos, las delicias de la soltería sin el control de un cónyuge y la convivencia intermitente solo cuando convenga para buscar compañía que mitigue la soledad y satisfaga ciertas necesidades, sin los compromisos de una relación.

Hasta las canciones conspiran expresando: “yo no me quiero casar, no me gusta el matrimonio”. Es como si se pensara que casarse disminuyera al individuo, lo anulase o convirtiese en la mitad de sí mismo porque se diluirá en el solvente del otro. Ese facilismo nos ha calado los huesos haciendo despreciar todo lo que fuera duradero; sin embargo, en todo proyecto de vida, sucede como en las matemáticas, es una suma de valores donde dos, siempre serán más que uno. Lástima que cada vez sean menos los que lo crean así.

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