La experiencia marcó mi juventud. Estaba en una fiesta. En mi mesa había seis personas. Solo conocía a José. Entonces, dirigiéndome al entorno, se me ocurrió la torpe idea de burlarme de la orquesta. Y decía que el sonido era pésimo, que parecían principiantes. De inmediato José me miró con cara de “¡cállate!”.

Intuí que había metido la pata, por lo que, tratando de arreglar el asunto y titubeando bastante, la emprendí contra los cantantes, afirmando que los músicos eran excelentes, pero que las voces de la pareja del frente se asemejaban a berridos. ¡Oh, Dios! ¿Cómo yo iba a saber que estaba sentado al lado de los padres y hermanos de los dos vocalistas? Me alejé cabizbajo y desde ahí me prometí que sería más cuidadoso al manifestarme. Las consecuencias de mis actos todavía las sufro: los intérpretes y sus familiares no me saludan.

El que agrede verbalmente se denigra a sí mismo. Es una muestra de inmadurez, envidia y corazón marchito. Y tarde o temprano tiene un efecto bumerán: el golpe lo recibe el desenfrenado, porque hay comentarios que algunos no olvidan y no esperan para actuar. ¡Cuántas veces hemos perdido una excelente oportunidad para avanzar en la vida por ser unos deslenguados! ¡Qué diferente fuera si hubiéramos cerrado nuestra boca cuando se nos pidió opinar!

Los años, en razonable reflexión, enseñan que debemos apartarnos de quienes gozan denostando a los demás. Cuando los escucho me siento incómodo. Mis oídos se estremecen y trato de apartarme. Las lenguas dañinas perturban la paz, destruyen la armonía.

Sé que una palabra de aliento puede determinar para bien el futuro de alguien; también que una frase de odio puede atrofiarle el porvenir, en especial si es niño o adolescente. Por ello, debemos ser cuidadosos al expresarnos. Mientras más envejezco, menos trato de juzgar la conducta humana, salvo que sea para algo agradable que promueva el bien y el desarrollo del receptor.

En algún momento todos hemos dudado, inseguros sobre si una elección es buena o mala y hemos cometido errores. Así las cosas, si pienso que mis palabras pueden causar daño, evito escribirlas. Si considero que lo que hablo puede ser mentira o perjudicar a alguien, guardo silencio. Si estimo que mis actos pueden lastimar al prójimo, me quedo sentado. Dudar no es carecer de convicciones, es perfeccionarlas, siempre siendo activos y útiles a los demás, cumpliendo nuestro deber, dejando huellas positivas al caminar. En el saber elegir al dudar radica buena parte de nuestra felicidad y éxito. En caso de dificultad, que nuestra conciencia decida; en el caso de los artistas, no le hice caso.

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