Detrás del mostrador de una pequeña cafetería en la avenida Allenby, en Tel Aviv, Chaim Distraía a sus clientes aquella mañana de diciembre con una larga historia. Era un cuento muy personal y trágico. Abraham, sentado en la barra, endulzó la humeante taza de café, y con un gesto de paciencia se dispuso a escucharlo.

Era parte de una rutina que se repetía casi diariamente desde que Chaím, a bordo de la cubierta de un destartalado buque pisó Palestina por primera vez en 1946. Abraham se la sabía de memoria detalle por detalle. Pero el pequeño y encorvado tendero tenía gracia y parecía que cada mañana decía algo nuevo. Aquella mañana clara los primeros vientos fríos anunciaban la prematura llegada del invierno. Y sentado en el taburete a mi lado Pesaj Rofe me traducía esa historia triste que había comenzado 35 años antes en Polonia.

Como toda familia burguesa, Chaín gozaba de cierto respeto en la comunidad judía de Varsovia, cuando los tanques alemanes arrastraron el mundo a la Segunda Guerra Mundial. Una pequeña pero acreditada relojería era todo el patrimonio de la familia. Pero él no se quejaba pues daba para vivir y sus hijos podían darse el lujo de caprichos periódicos. Una tarde tocaron a su puerta. Desde la mañana en que vio salir por ella a su esposa después de una llamada urgente, el corazón le daba un vuelco cuando alguien hacía sonar el timbre. No era ella, estaba seguro. Sus vecinos y le habían dicho que la vieron subir por la fuerza a un camión que más tarde se detuvo en la estación del ferrocarril donde ya en un atestado y maloliente vagón partió con rumbo desconocido hacia la muerte.

A la puerta de su casa, requisada y puesta disposición por orden superior para cualquier necesidad alemana, un día apareció una Estrella de David y la palabra “judío” en grotescos caracteres. Era la señal de un pasaje a la antesala de la muerte. En esta parte de su historia Chaim se interrumpió, tomó una servilleta y fingiendo quitarse una paja de su ojo se enjugó las lágrimas. Había un silencio sobrecogedor a su alrededor y apenas podía oír el sonido de los cubiertos sobre los platos de algunos clientes, sentados algunos pasos atrás.

Pregunté a Pesaj qué ocurría y con un ademán me cortó. El timbre seguía sonando por lo que Chaín llevó a los niños a la cocina y abrió. Un guardia alemán le empujó, registró la vivienda y ordenó a la patrulla que se lo llevara. Los niños quedaron como petrificados, viendo cuando lo subían a un camión donde ya estaban casi todos los judíos del barrio. No supo más de los chiquillos y todas las noches sufría por ellos en la terrible soledad de las frías paredes de Treblinka, donde milagrosamente sobrevivió cuatro años. Cuando los aliados liberaron a Europa, la guerra apenas había comenzado para Chaim. No había para él lugar en el mundo. Vagó semanas enteras de un campamento a otro. Paso dos años buscando a su esposa e hijos. En esta tarea sin posibilidades Estuvo de un lado a otro del continente. Preguntó a rusos, norteamericanos, británicos, franceses y holandeses. Violó tumbas, removió escombros y visitó campos de exterminio.

La desesperación le empujó al alcohol y en una hedionda taberna holandesa conoció a un joven de la liga judía que le habló por primera vez de Palestina. Se embarcó en un buque semanas después en Grecia y burlando la prohibición británica pudo desembarcar una madrugada, en medio de un centenar de ancianos, mujeres y niños desamparados como él. La historia continuó unos minutos más. Había terminado el desayuno y Pesaj me hizo señal de que nos fuéramos. Sentí algo raro y pesado en el ambiente. Con la sola excepción mía y de Pesaj todos los clientes eran viejitos marcados. Todos miraban extrañamente al frente, absortos y temblorosos. Camino del hotel Pesaj me dijo que todos eran polacos y habían pasado lo mismo. En cierta forma a la historia de Chaim era la de cada uno de ellos.

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