Dado que actualmente se halla en ciernes el proceso legitimador de la nueva integración del Tribunal Superior Electoral (TSE), lo cual va a traer consigo la designación de cinco magistrados titulares e igual cantidad de jueces suplentes, excogitables entre noventa juristas que finalmente quedaron inscriptos para optar por semejantes posiciones judiciales ante la consabida Alta Corte, por cuya razón viene a cuento el rodaje del sufragio en la escena académica, tras ser considerado como el principal objeto dirimible en dicha jurisdicción especializada.
De entrada, cabe recapitular que el voto inicialmente significó promesa que una vez formulada ante Dios debía consumarse bajo la ubicua mirada suya, salvo determinadas excepciones, tales como plazo vencido, objeto mutado, causal inexistente, dispensa o conmutación, pero desde ahí el concepto fue gramaticalizado para entonces denotar expresión, manifestación u opinión dable con miras a la formación de la soberanía popular o voluntad ciudadana, erigiéndose así en el archiconocido derecho al sufragio, por cuanto la persona ejercitante ostenta capacidad civil, política y jurídica.

Con el paso del tiempo, surgió el derecho electoral, cuyo contenido gira en torno a la tutela efectiva del sufragio, creando para tales fines las instituciones jurídicas de carácter público y privado, entre ellas la estructura jurisdiccional, en aras de garantizar en aritmética pura que el voto de cada ciudadano ostente el mismo valor cuantitativo y cualitativo, sin importar que este elector sea hombre o mujer, letrado o analfabeto, de estratificación social acaudalada o depauperada, servidor profesional u operario, culto o ignaro.

A la luz de los tiempos actuales, las sociedades modernas muestran valores culturales, sociales y jurídicos que tienden a fortalecer el sistema político imperante en la órbita occidental, pero mirando en retrospección pudo otearse desde otrora que la instauración del voto censitario restringió el ejercicio del sufragio a las grandes mayorías, por cuanto ni mujeres ni personas iletradas ni hombres depauperados contaban con la habilitación legal que les permitiera participar en los procesos electorales para elegir a sus gobernantes, poco importa que se tratara de la democracia parlamentaria, representativa o presidencial.

A la sazón, tampoco pudo decirse que existieran las organizaciones de encuadramiento colectivo para representar las hondas aspiraciones de las personas interesadas en participar en los asuntos estatales, ya que las entidades políticas eclosionaron en las postrimerías de la centuria dieciochesca, cuando Thomas Jefferson fundó en 1792 el Partido Demócrata Republicano, seguido en 1824 del Partido Demócrata, bajo el liderazgo de Andrew Jackson, y luego el Partido Republicano, creado en 1854 de la mano de John Quincy Adams, a través de cuya estructura Abraham Lincoln concitó el apoyo popular que le condujo hacia la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica.

Desde el ideario de tales estadistas, las demás naciones occidentales hicieron acopio de la experiencia norteamericana, creando entonces los partidos políticos como instrumentos coadyuvantes en el forjamiento de la voluntad popular, a través del ejercicio del sufragio, por cuanto se trata de un acto jurídico, cuyo escrutinio implica conteo, criterio valorativo y sumatoria votiva para la determinación acreditativa del candidato triunfador, ya sea a nivel municipal, congresual o presidencial, en busca de conferir el debido mandato por cuatrienio, quinquenio o sexenio, según la duración en cada país de semejantes períodos edilicios, legislativos o gubernativos.

A la vista de la aldea global, consta como registro histórico el desmembramiento de diversas entidades emblemáticas del encuadramiento colectivo que formaron los distintos sistemas partidarios de varias naciones latinoamericanas. Verbigracia, Acción Democrática, Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI) y Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), de Venezuela y Perú, aunque baste con esto, cabe abundar mostrando la situación que viene sucediendo con los partidos Revolucionario Dominicano y Reformista Social Cristiano, cuyas estructuras exhiben una matrícula militante cada vez más decreciente.

En suma, urge poner de manifiesto que cualquier sistema, tras atrofiarse, tiende a regenerarse mediante “autopoyesis”, según Humberto Maturana. Así, la estructura electoral dominicana ha ido concitando reformas progresivas, dotadas de relevancia jurídica para entonces ser perfectible, máxime cuando cuenta con un Tribunal Superior de Justicia especializada, donde resulta dirimible la conflictividad dable en el fuero interno de los partidos políticos, o bien derivada de las consultas populares, cuya organización le compete a la Junta Central Electoral (JCE), en aras de elegir por voto universal el elenco de autoridades públicas.

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