Es triste ver cómo la gente se vuelve cada vez más insensible, se apega más a lo material y valora solo aquello que tiene un valor económico.

Es preocupante notar que cada vez el dolor, los problemas y preocupaciones de unos, les resultan indiferentes a los otros.

El afán por lograr cosas, en un tiempo relativamente corto y con el menor esfuerzo posible, ha hecho que las personas se alejen cada día más, incluso, de aquellos a quienes les deben amor y agradecimiento.

Los cristianos suelen decir en sus prédicas, citando a las sagradas escrituras, que una de las señales del comienzo del fin sería precisamente la falta de amor entre las personas, pero, más que falta de amor, la humanidad carece de solidaridad, empatía y tolerancia.

Lo peor, sin embargo, es que la gente parece acostumbrada a la indiferencia y al desdén, a la maldad, a la falta de honestidad y de valores.

Es como si todos fueran espectadores de la película de horror en que se ha convertido el mundo. Y como espectadores al fin, su papel se limita a observar para ver hasta dónde llegarán las cosas. Ya nada sorprende por terrible que sea.

Nadie se siente en el deber de cambiar las cosas y a nadie le preocupa dejar el futuro en manos de una generación a la cual el uso excesivo de los dispositivos electrónicos, la mantiene en estado de inconsciencia, fuera de la realidad, incapaz de medir consecuencias y asumir responsabilidades.

Lo padres, demasiado ocupados en sus cosas para corregir a sus hijos como se debe, han contribuido de manera indirecta a que los jóvenes de hoy sean incapaces de saludar, pedir las cosas “por favor” y mucho menos, dar las gracias.

No es muy halagüeño el futuro, a juzgar por la generación que amenaza convertirse en los adultos del mañana.

Es mejor ni siquiera imaginar qué tipo de crianza promoverán estos adultos del futuro, o cuáles serán los ejemplos que darán a sus hijos, o sobre cuáles valores sentarán las bases de una sociedad cada vez más indiferente, insensible y egoísta.

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