libro el mundo que quedó atrás
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Stalin, amo de todas las Rusias, genio entre los genios, padre de la paz mundial, sentía un profundo desprecio por las naciones pequeñas. En su opinión, y por ende en la del Partido Comunista Soviético, la igualdad entre las naciones constituía una estupidez, producto del prejuicio burgués prevaleciente en las democracias occidentales.

El dictador georgiano concebía las relaciones internacionales dentro del ámbito de los intereses de las grandes potencias, entre las que, naturalmente, figuraba la URSS. En una oportunidad, durante uno de los peores momentos de tensión mundial tras la Segunda Guerra, Stalin expresó públicamente ese menosprecio por los países pequeños, poniendo de ejemplo a la República Dominicana.

De acuerdo a como fue citado por Pravda el 17 de febrero de 1951, Stalin dijo:

“Las Naciones Unidas, que fueron creadas como un bastión de paz, se están convirtiendo en un instrumento de guerra, en un medio para precipitarnos hacia otra guerra mundial. La médula agresiva de la ONU la constituyen diez países. Son los representantes de esos diez países los que deciden ahora la suerte de la guerra y de la paz en la ONU. Son ellos los que, a través de la ONU, toman la desafortunada decisión de declarar agresora a la República Popular China. Es característico del actual estado de cosas el hecho de que la diminuta República Dominicana, por ejemplo, con dos millones escasos de habitantes, tenga tanto peso en la ONU como India y mucho más que la República Popular China, a la que se ha despojado de su voto en la ONU”.

Las circunstancias en las que se produjeron estas declaraciones eran muy peculiares. Sin duda Stalin había sobrevalorado su posición tras la retirada de los norteamericanos de Corea del Sur. Creyéndose con fuerza suficiente para dictar el curso de los acontecimientos en esa zona, estimuló a su títere norcoreano Kim Il Sung para que atacara a su vecino. La invasión de Corea del Sur por parte de Corea del Norte, con el apoyo encubierto de China y la URSS, desató de inmediato una crisis mundial.

Stalin había calculado erróneamente la actitud que asumirían los norteamericanos. Pensaba que, dada la reciente alianza entre Moscú y Pekín, tras la visita de Mao Tse-tung a la Unión Soviética, Estados Unidos evitaría involucrarse directamente en un conflicto tan distante de sus fronteras.

Pero Harry Truman, que entonces ocupaba la Casa Blanca, frustró sus planes cuando decidió intervenir y llevar el caso a las Naciones Unidas. Los soviéticos, viendo su causa perdida, abandonaron el Consejo de Seguridad, con lo cual dejaron manos abiertas a las democracias occidentales para condenar en la ONU a Corea del Norte y de paso censurar a China por su intento de invadir Formosa, donde el generalísimo Chiang Kai-shek había establecido un nuevo estado con el respaldo estadounidense.

Irritado por el curso de los acontecimientos, Stalin atacó acremente a las Naciones Unidas y externó sus desafortunados criterios sobre el papel internacional de naciones como la República Dominicana.

Hablar o escribir sobre estas extravagancias de Stalin, equivalía en esos años a aislarse de buena parte de la intelectualidad dominicana. Poner en entredicho la fobia antiestadounidense del líder del Kremlin constituía un riesgo intelectual. Fue lo que asumí cuando en agosto de 1984 escribí en mi columna diaria de El Caribe que, a finales de julio de 1941, cuando el Ejército Rojo cedía al ímpetu de la invasión nazi, Stalin hizo a Estados Unidos una de las peticiones más asombrosas. El dictador soviético, abatido por el curso de la guerra, pidió el envío de tropas norteamericanas al territorio ruso para ayudar a su país a derrotar a los alemanes.

No se conoce otro caso en el que el jefe de una nación comunista solicitara este tipo de colaboración a una potencia capitalista. La solicitud fue formulada directamente por Stalin al enviado especial del presidente Franklin D. Roosevelt, Harry Hopkins.

Hopkins había viajado a Moscú para coordinar los términos y condiciones de los abastecimientos bélicos y de otra naturaleza acordado por Estados Unidos a la Unión Soviética, como ayuda de guerra contra los nazi.

En una de sus reuniones, Stalin le dijo a Hopkins que hiciera saber al presidente Roosevelt que vería con agrado la llegada de tropas norteamericanas a cualquiera de los frentes rusos, bajo el mando completo del ejército norteamericano.

Estados Unidos no estaba todavía involucrado en la guerra y Hopkins respondió a Stalin que su misión en Moscú se limitaba exclusivamente a cuestiones de abastecimiento y que una eventual entrada de su país al conflicto lo decidiría con toda seguridad, en gran parte, el propio Hitler y su intromisión en los intereses fundamentales norteamericanos.

También le dijo que aunque abrigaba dudas sobre el deseo de Estados Unidos de involucrarse de ese modo en la guerra, comunicaría la petición del líder soviético al presidente Roosevelt.

Stalin no volvió a tocar este punto en sus reuniones con Hopkins y al parecer Roosevelt no le prestó demasiada importancia. Sin embargo, se sabe de la insistencia con que el dictador planteó con posterioridad a Gran Bretaña la necesidad de que las demás potencias aliadas abrieran un segundo frente en Europa.

La presión nazi se hacía entonces más destructiva y Stalin desconfiaba de la capacidad de su Estado Mayor, debilitado por las furiosas purgas de 1937, para conducir exitosamente el curso de la guerra. Sin embargo, la insistencia de Stalin en este punto creó serias fricciones con sus aliados británicos y norteamericanos en repetidas oportunidades.

En septiembre de ese mismo año, 1941, los alemanes robaron extensos territorios de Ucrania y se aproximaron a las puertas de Leningrado. Los temores de Stalin aumentaban. Entonces envió un mensaje a Churchill con súplicas de que ese segundo frente se abriera en algún lugar de los Balcanes.

A los pocos días modificó la petición, sugiriendo el desembarco de divisiones británicas en Arkangel o su envío al sur de la Unión Soviética, a través de Persia, hoy Irán.

Churchill consideraba  que las peticiones de Stalin no eran realistas. En efecto, los ingleses habían hecho enormes esfuerzos para arreglar sus operaciones en el Cercano Oriente y no tenían medios para cumplir con el pedido de Moscú. En sus memorias, Churchill escribió después: “Casi es increíble que el jefe del gobierno ruso, con todo el asesoramiento de sus expertos militares, pudiera comprometerse con semejante absurdo. Parecía inútil discutir con un hombre que pensaba en términos tan poco realistas”.

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