libro el mundo que quedó atrás
libro el mundo que quedó atrás

En los ardientes años de la .guerra fría. el más

extendido de los temores en los dominicanos

pudientes consistía en la posibilidad de que un brusco

cambio social los despojara de sus riquezas.

En esta sociedad, todos tenemos algo que perder. No

siempre esas pérdidas deben medirse en términos

monetarios. Un empresario, tal vez, puede fijarlas en números

contables. Pero ¿cómo podría usted o yo medir las nuestras?

¿Cómo establecer un precio a la libertad, al derecho a educar

a los hijos en la tradición familiar, al privilegio de seleccionar

las lecturas y expresar, sin miedo y sin presiones, las

concepciones personales sobre la vida y el acontecer

dominicano?

Yo heredé de mis padres la pobreza, así como la fortaleza

de mis convicciones. Papá fue un mecánico llegado del interior

que con mucho esfuerzo pudo formar una familia de seis

hijos, a los cuales pudo enviar a la universidad y dotarles de

las herramientas suficientes para que pudieran valerse por sí

mismos. No le fue nada fácil. Cuando una vez se sintió maltratado y renunció al mejorde los empleos que había tenido, tuvimos que mudarnos de San Juan de la Maguana a la capital en condiciones de extrema incertidumbre.

Para permitirnos ir a la escuela en forma respetable, mamá

trasnochaba entonces lavando los uniformes y planchando hasta

entrada la mañana. En esa época papá abandonaba la casa a los

primeros rayos del sol para conducir un viejo carro público.

Esa manera de ganarse el sustento de la familia era para él

tan honorable como el mucho mejor pagado empleo de

supervisor de maquinarias de la región Sur del que había

renunciado de La Manicera, dejando la relativa comodidad

de una inmensa casa de madera en San Juan de la Maguana y

un buen colegio de monjas y curas para nosotros.

Mi padre era un hombre extremadamente orgulloso pero

libre de prejuicios. Se había decidido por el oficio de conductor

de carro público, después que la venta de carbón, en una

pequeña camioneta, no le salió como él esperaba. Todavía

guardo, borrosa por el tiempo, la imagen de su cara adusta .de

nariz perfilada y labios delgados y rectos casi cubiertos por una

barba descuidada. tiznada de carbón, llegando tarde en la noche

a casa después de una dura jornada con apenas unos cuantos

pesos en los bolsillos, con los que él y mamá hacían planes para

la comida del día siguiente.

La adversidad solía salirle al frente con reiterada frecuencia.

Pero él tenía la fuerza suficiente para superar esas situaciones

momentáneas. Su vida de padre consagrado transcurrió así

entre épocas de estabilidad y períodos críticos en los

que solíamos, a veces, ir a la escuela con un magro desayuno,

y mis hermanos mayores debían atravesar gran parte de la

ciudad caminando para asistir a clases en la universidad.

La vida no le había dado oportunidad de cultivar sus

inclinaciones literarias, pero aun así aprendió, a través de la

lectura, a apreciar el valor de la cultura. Había llegado a la

capital poco después del paso del ciclón de San Zenón, con

unos pocos pesos en los bolsillos. Eso le bastó para

establecerse.

En la etapa final de su vida, cuando la diabetes y la insuficiencia

coronaria habían mermado su fortaleza física, solía deleitarse

contándome sus historias de muchacho. Se enorgullecía de su

origen humilde y murió sin rencor alguno, satisfecho de sí mismo.

¿Cómo no sentirse orgulloso de cuanto hizo?

Como la de muchos dominicanos, esa es mi herencia, la

base de mis convicciones y lo cual explica, a pesar de todo,

cuánto yo también, como usted, puede perder si esta sociedad

se descalabraba entonces  o se viene abajo ahora.

–0—

No eran relatos insulsos aquellos en los que mi padre solía

deleitarse. Eran historias fantásticas de sus propias vicisitudes.

Vino a Santo Domingo en 1930 con una pequeña carta para

un primo, unos pesos y un montón de ilusiones que no

le cabían en los bolsillos limpios y bien planchados, a pesar de su continuo uso.

El ciclón de San Zenón había destruido la ciudad y el

puente Heureaux, la única vía de acceso desde el Este, estaba

inservible. Para cruzar en bote se desprendió de la mitad de

su insólita fortuna. Durmió esa noche a la intemperie, en

medio de los escombros de la galería de una casa seriamente

dañada por el viento y desayunó precariamente con uno de

los dos centavos que le quedaban.

Necesitó solo de pocos pesos y mucho temple para sobrevivir

en ese ambiente desconocido e ingrato. Hizo toda clase de

trabajo honrado y aprendió innumerables oficios, sin que

tuviera nunca, aún en aquellos tiempos, que avergonzarse de

sí mismo.

Como hombre de decisiones rápidas, no disponía de

mucho tiempo para considerar las posibilidades que, de todas

maneras, no eran muchas nunca. Por eso, no necesitó de tanto

tiempo para enamorarse de mi madre. Unieron sus vidas sabiendo lo que les esperaba. El dinero era escaso, el trabajo inseguro y el futuro incierto.

Para entonces el mundo se hallaba al borde de una guerra mundial

y mi padre, que había aprendido a amar entrañablemente a

Francia, a través de los libros de Alejandro Dumas y Víctor

Hugo que llegaron en sus años mozos a sus manos, sufría de

antemano el triste destino que aguardaba a la tierra que quería

como una segunda patria.

La agricultura era su pasión y a ella dedicó los mejores

años de su vida. Cuando la adversidad lo sacudió no vaciló en

hacerse.si bien por poco tiempo, vendedor de carbón y conducir un carro del concho para garantizar la estabilidad de la familia.

¡Oh Dios, qué tipo aquel! En medio de la escasez levantó

a una familia numerosa e hizo realidad su propósito de

educarla. Yo sentía hacia él un gran respeto que en mi mocedad

se parecía al miedo y sólo pude descubrir el gran cariño que

había oculto en él, cuando ya el paso de los años y las

enfermedades que lo llevaron finalmente a la tumba habían

comenzado a hacer estragos en su fuerte contextura.

Pese a su carácter algo tosco, jamás violó nuestra inocencia.

Recuerdo que yo era un niño crecido y todavía creía en los

Reyes. Mis compañeros se burlaban. Aquel año era decisivo

pues si Gaspar, que era el que nos traía juguetes, complacía

todo o parte de lo que había escrito en mi carta, entonces no

era yo, sino mis amigos quienes estarían equivocados.

Por las estrecheces que día a día palpaba en mi casa, pese

a mi poca experiencia comprendí que mis padres no estaban

en condiciones de gastar para los Reyes en ese enero difícil.

Cuando el día seis me desperté, había un montón de regalos

debajo del pequeño árbol de Navidad. Dos enormes

bicicletas para mis hermanos mayores y un guante de béisbol

y un par de pistolas de mito para mí.

Corrí donde mis amigos para reclamarles que yo tenía razón.

Cuando volví al hogar a destapar los otros regalos, estaban

todos cantando de alegría. Los viejos nos miraban apretujados

en un rincón y por primera vez vi llorar a mi padre.

–0—

Mi padre sí era un tipo verdadero. Lo que hacía de él un

hombre excepcional, diferente a los demás, eran

precisamente sus rasgos comunes y corrientes y la terquedad

con que los mostraba.

Sobre todo era un testarudo casi intransigente. Cuando

recordé esa característica de su fuerte personalidad en un

artículo que rememoraba sus últimos días de dura batalla

contra la muerte, mi hermana mayor, Mechi, y mi madre, no

pudieron aguantar y se fueron al cementerio a llorar sobre su

tumba.

Como si él pudiera oírle, nada me hubiera gustado tanto,

Mechi leyó el artículo. Les quedó la impresión de que no todo

su contenido se perdía con el viento y que aquellas palabras,

dictadas por una fuerza oculta, llegaban a él penetrando la

hierba seca y la tierra erosionada.

Aquella fatídica vez que toqué su mano yerta, de vuelta

del periódico por una llamada desesperada de Esther, mi

esposa, la expresión ausente de sus ojos me resumió todo lo

que de su vida él aún no tuvo tiempo para contarme. Y fue

entonces cuando le descubrí por completo y comprendí lo

que se iba.

Si estuvimos más cerca de él en esos últimos años de

dolencias, no fue porque el roble se quebraba. Ni siquiera

porque la adversidad le hubiese transformado. En realidad

nada de eso pasó. La diferencia consistía en que la realidad

próxima de su partida nos permitía ver el rasgo tierno de su

personalidad oculta tras la coraza.

Para mamá fue, hasta su muerte, como si no se hubiera

ido nunca. Apenas se ausentó para un trabajo largo. Todavía

años después le veía en las manos y las pantorrillas de sus

nietas y en algunos esporádicos gestos míos.

La expresión adusta de aquel retrato viejo colgado en la

pared, conservado como un tesoro, mantuvo allí su recuerdo

de juventud y entre cada pliegue del rostro adolorido de su

vieja compañera parecía sobrevivir, en riña con la realidad, la

esperanza de un nuevo encuentro.

Con todo y que logró lo que quería, papá se marchó triste.

Le atormentaba la idea de no haber dejado nada, pero nos

dejó mucho. Nos quedaron sus recuerdos. Aquellos, por ejemplo, de su regreso a casa tarde en la noche, abatido por el cansancio y tiznado de carbón, con apenas unos pesos para las necesidades de la jornada siguiente. Eran días inciertos en que su orgullo de hierro le había hecho abandonar la comodidad de un buen empleo.

Siempre me pareció que había tanta dignidad en sus

fracasos como en sus triunfos. Y durante las crisis

hogareñas provocadas casi siempre por la escasez parecía

más cerca de sí mismo que en ningún otro momento. Es

esa parte de su vida, marcada un tanto por la fatalidad, lo

que le hace ante mí inconmensurable.

La parte de niño que el duro bregar en los campos de

caña en sus años casi infantiles habían castrado mucho tiempo

atrás, brotó con fuerza y ternura al final del camino. Velaba

por cada uno de sus seis hijos como si fuéramos bebés. Y lo

mismo hacía con lo poco que ingresaba a casa y de lo que él

entonces ya no aportaba nada.

Hasta que la muerte, cansada de esperar, entró a casa una

tarde de mayo y nos lo arrebató. Sólo que él, prácticamente

ciego por la diabetes, no pudo verla. Por eso sonreía en su

lecho de muerte, como diciéndonos hasta pronto.

Fue Esther la que me telefoneó al periódico. Con su

habitual dominio me dio la información en forma indirecta,

para evitarme un choque o un dolor demasiado punzante.

“Si puedes venir un momento”, me dijo después de un

breve saludo, como cualquiera otra tarde cuando llamaba para

recordarme que llevara pan o un cuartillo de leche para la

cena de los niños a la salida del trabajo. .”Tu papá te necesita”..

Hacía esfuerzos por aparentar una naturalidad incapaz de

ocultar su angustia.

Haciendo acopio de una fuerza de la que carecía, terminé

unos cuantos asuntos y pedí permiso para ir a casa. La extraña

sensación interior que me abatía, tan parecida y al mismo

tiempo tan distinta del miedo, me advertía que no regresaría

esa tarde.

El trayecto del periódico a la casa se hizo condenadamente

largo. Los choferes conducían torpemente y los semáforos

parecían no tener más luz que la roja. Sentí un silencio pesado,

colmado de presagios, cuando por fin llegué a la casa de la

que apenas unos meses atrás me había mudado.

Con sus grandes espacios vacíos por falta de muebles,

la casa lucía a oscuras. Era como si por las rendijas de las

ventanas abiertas, en lugar de penetrar los rayos solares, se

escapara con el último hálito de vida de aquel hombre tierno

y duro postrado en la cama, la luz que por años iluminara

aquel hogar feliz en la escasez y ahora sobrecogedoramente

unido en la tragedia.

Estaba ya sin vida cuando entré al cuarto. Allí, mi madre,

y algunos de mis hermanos, lloraban casi en silencio sobre su

cuerpo todavía impregnado de esa tibieza ruda que todo él

transpiraba y que, según me pareció después, conservaba

todavía cuando el empleado de la funeraria, cumpliendo un

ritual, cerró al día siguiente el ataúd, para iniciar el camino

hacia el cementerio, donde lo dejamos para siempre.

En esos momentos cruciales, sólo un muro resistió el

empuje del dolor. Fue mi madre, que aguantó hasta el final,

para desplomarse después al regreso del entierro, al enfrentar

la realidad, en una casa enorme y vacía, donde por mucho

tiempo siguió oyéndole y susurrándole, en amoroso soliloquio.

En medio de tan insondable dolor, había un asomo de

felicidad en aquella mujer valerosa convencida de que algo de

ella, que nunca perteneció a otro hombre, se iba con él; porque

en muchos sentidos él no se fue solo esa tarde. Una parte de

ella le acompañó.

Problemas cardíacos y una diabetes crónica que le quitó

poco a poco la visión en un proceso largo y doloroso, se

habían unido para vencerlo. Sin embargo, sus últimos

momentos fueron apacibles. Presintiendo su partida (y

anhelándola tal vez), trató de hacérnosla entender, lo que

quizás explique la extraña sonrisa que se fijó en sus labios

finos y rectos y que apenas desapareció con su último suspiro.

Estrechó la mano de mamá, soltó un leve quejido y reclinó

suavemente la cabeza sobre la almohada. Como si hubiera

emprendido un vuelo. Ahogada en llantos, mamá me lo contó

mientras yo acariciaba sus pies yertos y desnudos. .No sufrió,

gracias a Dios. El corazón se le apagó y se estremeció como

una palomita.. Pero yo no estaba para ver el batir de sus alas

y despedirme.

–0—

Cómo olvidar aquel día en que se fue. La procesión se

detuvo ante una fosa abierta y la tierra, herida por el candente

sol del mediodía, parecía ávida de un nuevo cuerpo. Silenciosos

y dispersos grupos paseaban entre las tumbas. Alguien, de

vez en cuando, se volvía para mirar una lápida.

Había en el aire una dulzura que suavizaba los frágiles

colores de flores marchitas y la hierba apenas crecía entre el

áspero suelo lleno de piedras. Una voz suave, llena de emoción,

entrecortada, decía la piadosa oración que tantas veces había

quebrado el silencio de aquella vastedad donde lo habíamos

llevado a descansar: “.Jehová es mi pastor, nada me faltará….”

Dejé el auto al final de la hilera y cruzando entre relucientes

mausoleos y tumbas tempranamente olvidadas, acorté camino.

La voz se oía ahora ronca: “.En lugares de delicados pastos me hará

descansar, junto a aguas de reposo me pastoreará..”

Haciendo un último acopio de valor, mi madre trataba de

evitar la partida del hombre con el que había compartido toda

una vida. Años de desilusión y de alegría se le escapaban.

Tres obreros comenzaron a sellar la fosa y sentí el calor casi

hiriente de su mano cuando su llanto comprimido estalló con

toda su fuerza. Su cuerpo tembloroso agitaba el mío.

El sonido del cemento fresco cubriendo la fosa ahogó la

voz acariciada por el viento.” ….confortará mi alma; me guiará por

sendas de justicia por amor de su nombre…”.

Mi madre se abrazó tan tierna y desesperadamente de

mí que temí, por un instante, que su propia vida dependiera

de ello. Unos amigos ayudaban a rodear la tumba de las

flores que habían acompañado al viejo a la funeraria y la

brisa expandió su fragancia. .”…aunque ande en valle de sombra

de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento…”

Éste era sólo el fin de un largo y áspero camino. Y ella

había estado siempre a su lado en vigilia permanente. Tuvo

necesidad de mucho valor y entereza para llegar a este final

que ahora se resumía en un féretro cubierto, escondido bajo

tierra y celosamente guardado por una pequeña fortaleza

horizontal de cemento donde Luisito, mi hermano mayor, el

primero de sus hijos, escribió con pulso tembloroso: Luis

Manuel Guerrero Báez, 15 de agosto de 1910 – 31 de mayo

de 1978.

Finalmente ese viejo, duro y terco roble había caído y mi

madre necesitó valor para aceptarlo. En la fe, esa fuerza

inexplicable que se adquiere en la búsqueda de Dios, había

encontrado fortaleza suficiente para traspasar ese insondable

momento en que la vida y la eternidad parecen una sola. Y

seguía allí, de pie, inyectándonos el valor que ella extraía de su

dolor, y que ninguno de nosotros, sus hijos, poseíamos.

“.Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza con aceite, mi copa está rebozando….”, se perdía la voz mezcladacon un sollozo lejano que el viento traía desde otro lado delcementerio.

Eilleen, la nieta que él llamaba .mi abejoncito., cortó una

flor y la sembró sobre la rústica cubierta de cemento. Ayeska,

la mayor de sus nietas, la imitó. La gente comenzó a retirarse

con lentitud, como si temiera dejarlo muy solo. Mi madre echó una última ojeada y en su empapado rostro casi infantil, a pesar de las arrugas y el dolor que estrujaba su alma, había una dignidad que no había visto antes. Se apretujó en el pecho de uno de nosotros y comenzamos el regreso a casa.

Todo allí lucía sin sentido. El aposento donde vivió sus

últimas horas, casi sin fuerzas y voluntad por efecto de tantas

dolencias, su cama alisada como aguardándole para una nueva

siesta, el sillón reclinable donde hojeó los últimos periódicos

con sus vivaces ojos apagados por la ceguera que le había

provocado la diabetes, el patio cuyos árboles llegaron a

descubrir, tal vez, primero que nosotros, la ternura que se

escondía detrás de sus manos ásperas que a los ocho años se

habían ya enfrentado con la vida.

A pesar de ese silencio podíamos sentir la extraña y dulce

sensación de que algo de él, inmaterial, seguía

acompañándonos. En alguna parte de mí podía aún escuchar

la última estrofa de ese salmo milagroso  “….ciertamente el bien y

la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días”.

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