libro el mundo que quedó atrás
libro el mundo que quedó atrás

Como me decía un amigo, alguna gente creía que mis críticas de entonces a la izquierda provenían del hecho de que no la conocía. La fortaleza de mis convicciones se debían, por el contrario, a que venía, aunque parcialmente, de ella. En mis años de universidad era un partidario del grupo Fragua, de activa militancia marxista. Recuerdo el lema de la organización, “pensamiento y acción fundidos en arma contra la injusticia”.

Nos creíamos señalados para una gran misión, que por causas obligatorias comenzaba en la UASD. Lo que ninguno de nosotros percibía era que esa misión terminaba allí mismo. Creíamos en la necesidad de limpiar el mundo de los lastres de un pasado ominoso, que tercamente persistía a nuestro alrededor. En la universidad, la reacción estaba representada en los viejos y sabios profesores que resistían, con su presencia en las aulas, el paso vertiginoso de los aires nuevos que soplaban.

Era época de reforma y recuerdo bien que así se llamaba el movimiento que trataba de acomodar la universidad a los nuevos tiempos. Pero ocurrieron cosas que me hicieron cambiar de opinión. Lo primero eran las consignas, que a mi alrededor los compañeros repetían como máquinas, carentes de sentimiento e inteligencia. Después, la conducta de muchos de aquellos representantes de vanguardia, revolucionarios, que apenas asistían a clases y cuya capacidad estaba muy lejos de parecerse a la de esos viejos y retrasados aristócratas que habían obligado a irse a sus casas, no sin antes hacerles pasar por un acto de humillación.

La diferencia era que aquellos representantes de la reacción que habían sido retirados cumplían metódicamente sus horarios y asistían a los alumnos aun mucho después de concluidas sus obligaciones en el campus, respondiendo las llamadas telefónicas a sus casas y oficinas de cualquiera de sus alumnos. Muchos de los sustitutos se ufanaban de su comportamiento revolucionario. Elogiaban los vientos de reforma y pregonaban la necesidad inexorable, como la marcha del tiempo, de un cambio social para imponer la justicia, que con sus largas ausencias de las aulas ellos, probablemente, contribuían a postergar. Habíamos supuestamente dado un paso hacia adelante en la construcción de una sociedad nueva. Aunque la dedicación de los representantes del nuevo orden universitario tendían a confundirnos.

La situación me invitó a pensar. Y con este esfuerzo descubrí realmente cuál era el camino que me indicaba la conciencia. De manera que mis críticas tenían una sólida base de conocimiento.

–0—

A finales del mes de abril de 1985, el vespertino Ultima Hora publicó una carta de agradecimiento por un editorial que censuraba la frecuencia y violencia de los disturbios en los predios de la universidad estatal. Para esa misma fecha, me llegaba una carta similar.

Las cartas y los comentarios que las originaban tenían algo en común. Tanto el diario como yo habíamos advertido del peligro que corrían los vecinos del campus universitario; lo próximo a una tragedia que las manifestaciones de violencia universitaria colocaban a los residentes del lugar. Pero ni la carta al periódico ni la que me enviaron a mí tenían firmas responsables. Al pie de la misiva aparecía solamente el nombre de una organización fantasma: “Comité de Vecinos de la UASD”. Con motivo del 20 aniversario de la Revolución de Abril de 1965, se escribieron ese mes miles de palabras y se pronunciaron maratónicos discursos para exaltar el acontecimiento como una gesta patriótica. Todos los esfuerzos literarios fueron puestos al servicio de la causa que pretende ver en ese episodio histórico dominicano únicamente el enfrentamiento de dos fuerzas, las del bien y la revolución por un lado, y las del mal y el regresionismo por el otro.

Dentro de esta concepción, se ha hecho una extraña distinción entre las víctimas, exaltando a las de un bando como mártires de la libertad y la democracia y denostando a las del otro como víctimas de su propia ambición y de las iras de un Dios justo, que ha tomado militancia ideológica entre los hombres.

Ante tan absurda distorsión de los hechos, escribí dos artículos reclamando igual tratamiento para todos los muertos. Exigía respeto para los del otro. Decía que el dolor de una madre de San Isidro era idéntico al de un madre constitucionalista y que muchos héroes de la Revolución estuvieron en ella fortuitamente, por diversas causas, tan curiosas algunas como las de aquellos que se unieron a ella por el simple hecho de encontrarse en un lado de la ciudad cuando el grito de la multitud sacudió las calles de Santo Domingo. A raíz de esos artículos, una voz que se identificó como “un padre de San Isidro” me llamó. Había obtenido el número de teléfono en el periódico. El motivo de la llamada era expresarme su agradecimiento; “mi hijo cumplía con su deber, cuando le mataron”, me relató, con un audible nudo en la garganta.

Su llamada me conmovió. Pero cuando le sugerí que hiciera público su sentimiento y escribiera una carta al periódico, me respondió con una evasiva. Entonces confirmé lo que siempre había temido y es que la mayor parte de las imprecisiones, errores de juicio y esquemas ideológicos que distorsionan la historia reciente dominicana, tienen su causa en el temor de quienes son afectados por esa misma situación a entrar en el debate. Aun los que habían perdido a un hijo, y que no tenían por ende más nada que perder, estaban llenos de miedo y de vergüenza.

–0—

Hay una diferencia fundamental entre una postura y una actitud revolucionaria. En nuestro país abundan los dirigentes dispuestos a asumir la primera, que por regla general les reporta sus ventajas. Lo que no parece fácil es encontrar a personas dispuestas a sustentar lo segundo.

Las posturas revolucionarias tienen mucho que ver con lo que un líder o un militante sostenga en el plano de la ideología. Las actitudes revolucionarias con lo que una persona es en su vida diaria. Una postura revolucionaria no se asume abrazando simplemente el marxismo. Una conducta revolucionaria se alcanza al cabo de una larga vida de desprendimiento y servicio a la comunidad. He visto por eso a infinidad de marxistas reaccionarios y a un buen número igual de empresarios revolucionarios. Siempre será más difícil mantener una conducta revolucionaria que una postura a favor de un efectivo cambio social.

Principalmente porque la mayoría de quienes alegan aquí un historial revolucionario viven y actúan en constante riña con sus prédicas políticas. Así se pueden ver a políticos corruptos, enriquecidos a expensas del Estado y del trabajo productivo de otros, vociferando en mítines y pontificando en programas de radio y televisión, sobre la necesidad de cambiar las relaciones de producción y hacer esto y aquello para transformar las condiciones de las masas desposeídas, y regresar después a sus lujosas mansiones para ahogar en whisky sus cantos de protestas.

Cualquier labor sencilla de filantropía es en el fondo más humanitaria que cualquier propuesta de cambio social formulada por uno de esos líderes oportunistas que viven aquí cediendo constantemente a la tentación del vicio y la riqueza y perpetuando su .vigencia. a base de pronunciamientos contra el sistema, del que se nutren con abundancia. Los dominicanos no seremos más buenos ni más revolucionarios sólo porque adoptemos una filosofía política o un dogma ideológico. Los sistemas no cambian a los hombres, ni modifican la naturaleza humana.

Hay revolucionarios buenos como los hay también malos y muy malos. Y lo mismo ocurre bajo los demás sistemas políticos. Lo importante, por lo tanto, no es que nuestros dirigentes políticos, empresariales y sociales sean marxistas u “hombres de ideas avanzadas”, como se dice. Lo importante es que sean hombres y mujeres capaces, conscientes de sus responsabilidades elementales y dotados de fina sensibilidad social. El sentido del deber es el primer paso hacia una conducta efectivamente revolucionaria. Conozco a una gran cantidad de conservadores y tradicionalistas con una fina y desarrollada percepción de ese deber, y a un número mayor de individuos de “ideas de vanguardia” total y absolutamente desprovistas de ella.

Además, todo el mundo sabe cómo viven en este país muchos revolucionarios y cómo tratan a los pobres y a los subalternos.

–0—

El caso es que, en la práctica, nada diferencia en materia de ideología a un extremo del otro. En esencia y métodos, los comunistas apenas se diferencian de los fascistas. Tienen en común muchas cosas. Coinciden sobre cuestiones básicas y en momentos cruciales de la historia, sus alianzas, carentes de toda justificación moral, llevaron a la guerra y al holocausto. El famoso acuerdo secreto entre los ministros de Relaciones Exteriores alemán, Von Ribbentrop, y soviético, Molotov (fallecido a los 96 años), firmado en Moscú en 1939, precipitó el ataque nazi a Polonia que dio inicio a la Segunda Guerra Mundial. El pretexto ruso ha sido el que ese pacto protegía a la URSS de una invasión alemana. Lo cierto es que el acuerdo conllevaba otros puntos que entonces calmaban las apetencias de dominio imperial tanto del régimen de Hitler, en Berlín, como el de Stalin, en Moscú. Mientras las tropas de la SS y la Wermatch cruzaban las líneas fronterizas polacas, en el primer ensayo de guerra relámpago, las huestes rusas hacían otro tanto hacia Finlandia.

Este ataque sorpresivo carecía de un fundamento patriótico o ideológico. Se basaba exclusivamente en la pretensión stalinista de anexarse el territorio de la Carelia finlandesa.

Los jerarcas soviéticos creían ésta una empresa fácil. Durante algún tiempo la infiltración y la labor política habían agitado las aguas en el territorio invadido y los comunistas creían dadas las condiciones para una incorporación sin mayores problemas. Estaba, además, la abrumadora superioridad de la maquinaria militar soviética sobre el pequeño y mal equipado ejército finlandés. Pero la facilidad con que los alemanes tomaron Polonia no se repitió en Finlandia, donde el ejército rojo fue sometido a muchas humillaciones y derrotas vergonzosas, antes de consumar la operación militar y política de la Carelia finlandesa. La Segunda Guerra Mundial proporcionó al mundo varias demostraciones claras y contundentes del alcance de la moral marxista y la naturaleza despiadada del régimen soviético.

El acuerdo secreto con Alemania, que permitió a Hitler el intento de llevar a cabo sus designios de dominación europea, no fue el único ejemplo soviético de connivencia con los fascistas.

Cuando los judíos de Varsovia entregaban el último de sus hombres a las puertas del ghetto y la resistencia alemana al empuje del avance ruso se hacía insostenible, las tropas del mariscal Shukov se situaron frente al Vístula, en las vecindades de Varsovia, a esperar por la destrucción del último vestigio del ejército polaco. Stalin y los demás líderes del partido comunista soviético temían al ardiente nacionalismo de la oficialidad polaca. Entendían que la preservación de esa fuerza dificultaría los planes rusos de dominación sobre la Polonia de posguerra. La inactividad del ejército de Shukov mientras los alemanes masacraban a los polacos y a los judíos, pudiendo evitarlo con un esfuerzo casi mínimo, da una idea de qué significan los comunistas cuando pregonan que .el fin justifica los medios.. La matanza posterior de oficiales polacos, cuyos cadáveres fueron hallados después en los bosques de Katyn, aldea polaca al oeste de Smolensko, y atribuida a los soviéticos en base a pruebas testimoniales, no fue más que el epílogo de ese designio expansionista del antiguo sueño imperial de los zares que el bolchevismo preservó y cumplió por varias décadas para “ gloria de la madre Rusia”.

En el plano de la teoría, las divergencias entre los comunistas y los fascistas, pudiera ser descomunal. Pero en la práctica nada les distingue cuando de alcanzar sus objetivos políticos se trata. En el fondo persiguen lo mismo. Nada fundamental diferencia, en efecto, el autoritarismo fascista del totalitarismo marxista-leninista.

La historia está llena de ejemplos que demuestran que los principios y las reservas morales nunca han sido para ellos obstáculos insalvables. En Cuba, por ejemplo, el Partido Comunista consideró a Fidel Castro y a su gente del 26 de Julio como “aventureros pequeños burgueses”, hasta la misma víspera del triunfo de la revolución. Y muchos de sus dirigentes fueron ministros y colaboradores de Batista, el corrupto dictador que, en su propia definición sometía a la isla al dominio imperialista.

Posted in El Mundo que quedó atrás

Las Más leídas