Desde el comienzo de la invasión de Rusia a Ucrania, en febrero de este año, el conflicto no muestra una definición clara en favor de uno u otro, pero sí es cada vez más difícil conocer datos reales de las consecuencias de esta guerra.
Se sabe que alrededor de 14 millones de ucranianos, entre refugiados y desplazados, sufren por esta conflagración mientras los países que debieran mediar para ponerle fin brindan al estado ucraniano su apoyo militar a través de sofisticadas armas.
Lo nuevo y perturbador es la afectación con al menos cuatro escapes al gasoducto Nord Stream, con acusaciones mutuas de los rusos y naciones europeas de sabotajes o terrorismo.
Es de tal magnitud este hecho, que Alemania teme que haya quedado inutilizado para siempre mientras el crudo invierno europeo se acerca amenazante para los países que dependen del gas ruso.
A eso se suma el hecho de la anexión formal de Rusia de los territorios ucranianos de Zaporiyia, Jersón, Donetsk y Lugansk, solicitada tras cuestionados referéndums.
Por enésima vez clamamos porque se le ponga fin a esa locura, lo que se ve distante porque a excepción del papa Francisco no hay voces ni existe un liderazgo de estatura mundial que se muestre interesado o que pueda incidir en forma determinante.
Es el papa Francisco el que una y otra vez implora a “los responsables de las naciones, que escuchen el grito de paz”. Ha sabido condenar a Putin, pero no deja de señalar a Occidente y no ha caído en el jueguito irresponsable de los que callan para ser simpáticos o complacer intereses.
El propio António Guterres, secretario general de la ONU, que considera que “la humanidad está a un error de cálculo de la aniquilación nuclear” y que por momento tiene importantes iniciativas, se ve neutralizado y adopta un discurso ambiguo cuando su principal deber es mantener con firmeza la posición de que termine esa guerra insensata y cruel.
En definitiva, los que tienen posibilidades de frenarla simplemente miran para otro lado, mientras el pueblo de Ucrania es el que la sufre.