En un entorno de presiones inflacionarias sin precedentes en los últimos años en el país, solicitar que las autoridades gubernamentales establezcan controles de precios a productos de la canasta familiar que empobrecen las familias dominicanas, tiene gran poder de seducción político aunque escaso fundamento económico.
En un mercado razonablemente eficiente, donde no existen monopolios u oligopolios, los precios de los bienes y servicios deberían de reflejar los costos de producción más un margen de ganancia que es autorregulado por el propio mercado. Si existe suficiente transparencia para que no haya asimetría en la información sobre los precios y condiciones del mercado que manejan productores y consumidores, aumentos desproporcionados de precios serían eventualmente corregidos por otros participantes, incluyendo acciones del propio Estado. Así han operado con éxito en el país en los últimos años, los mercados de bienes en los que se manifiestan incrementos de precios.

En el pasado, frecuentemente se aplicaron controles de precios en situaciones de presiones inflacionarias causadas por desequilibrios macroeconómicos, como crecimiento exagerado de la base monetaria, déficits fiscales o de balanza de pagos, que generaban inflación por exceso de demanda.

Las causas de los incrementos de precios recientes se corresponden con otras razones, con lo que se conoce como inflación de costos, en la que el precio de los insumos se incrementa y termina reflejándose en el precio final. Como ilustración, una subida del precio del petróleo en los mercados internacionales aumenta los costos del transporte y esto se refleja en el precio del pasaje.

Cuando la subida de precio es temporal, se podría entender que las autoridades no transfieran el aumento de inmediato a los derivados del petróleo, sobre todo en un contexto económico tan desfavorable como el que ha creado la pandemia con elevado desempleo e inflación y quiebra de empresas. Pero si los aumentos de precios serán duraderos como proyectan los mercados de futuro del petróleo y otros bienes básicos, las autoridades tendrán que permitir que se traspasen los incrementos de precios a los consumidores.

De no traspasarlos, se estaría obstaculizando el funcionamiento de los mecanismos de precios, lo que podría tener consecuencias económicas y sociales negativas a corto plazo. Pensemos, por ejemplo, que se aplican controles de precios a los productos más sensibles de la canasta familiar por lo próximos meses y que, como consecuencia, se reprima la inflación en cuatro o cinco puntos porcentuales en términos anualizados durante ese lapso.

Consideremos luego que, en unos meses, vence el plazo de ley para la revisión del salario mínimo de los trabajadores. Como la cuantificación de la inflación no reflejaría la realidad de las presiones inflacionarias, el reajuste salarial resultaría inferior al que debió producirse en una situación donde hubiesen funcionado los mecanismos de formación de precios. Eventualmente, esto podría producir tensiones sociales y afectar el clima de negocios cuando los trabajadores perciban la rápida erosión del poder de compra de sus salarios después de la liberación de los precios.

Lo anterior no significa que desaprobemos una política activa de protección a los consumidores, lo que no validamos es el otorgamientos de subsidios generalizados a productores por ser estos ineficaces y regresivos, pues subsidian a ricos y pobres por igual ampliando la desigualdad. No se conocen casos de éxito de controles de precios efectivos, ni siquiera pudieron lograrlo las economías socialistas con mecanismos de represión eficaces.

Si se desea apoyar, como merece, a la población más pobre, el país cuenta con programas de protección social focalizados de probada eficacia. Utilizar ese medio para proteger a la población carenciada será más transparente y costo efectiva. Evitemos las malas políticas.

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