Se llama “ecologismo” al movimiento verde que propone la búsqueda de fórmulas de desarrollo equilibradas con la naturaleza. Esta ideología suena, en principio, bien intencionada, pero conviene profundizar en algunas de sus implicaciones.
La primera de ellas, quién financia su propagación. Porque la mayoría de sus exponentes no paga de sus bolsillos ni pasaje ni estadía, para ir a las cumbres donde hablan de sus preocupaciones, y hasta nos amenazan con que el mundo se va a acabar. Y sin embargo…llegan (parece que la exageración les funciona para vivir del contribuyente).

La segunda, su poder de volver fanáticos a un montón de débiles de mente.

Tanto es así que el Príncipe de Edimburgo se atrevió a decir que le gustaría reencarnar en un virus asesino, para reducir el número de habitantes; Al gore, que no sabría elegir entre salvar un árbol o la vida de una persona; Ingrid Newkirk, que la matanza de millones de gallinas constituía una tragedia mayor que el holocausto nazi, y el músico Lee Ryan, después de los atentados del 11 de septiembre, que a quién le importa Nueva York, cuando se estaban matando elefantes.

Los ecologistas definitivamente entienden que primero va el planeta…que no hay salvación posible que no pase por una drástica reducción de la raza humana (maldita peste).

Tal es su poder de lavar cerebros que se ha llegado a idolatrar a una tal Greta, que no ha plantado un árbol en su vida ni tiene la más mínima preparación científica, y a subestimar la opinión de Ivar Giaever (Premio Nobel de Física), cuando calificó al cambio climático de “religión”, o “pseudociencia”.

Como también se ha subestimado la opinión de otros que simplemente observan y constatan que no hay tal catástrofe, que no hay más huracanes, ni más inundaciones, ni más sequías, ni menos osos polares, que el nivel del mar no aumenta significativamente y que las Maldivas siguen ahí a pesar de que hace 30 años se pronosticó su hundimiento…

Lo peor de todo son las consecuencias reales provocadas por los que se han llevado de estos alarmistas.

En 1991, por ejemplo, el Gobierno peruano dejó de usar cloro en el agua potable, porque “dizque daba cáncer”. Y provocó una epidemia de cólera que se llevó de encuentro la vida de miles de personas.

Y otro gobierno en África eliminó el uso del “nocivo” DDC, y entonces pestes que se creían desaparecidas reaparecieron, y cientos de miles murieron de malaria.

Que se sepa, nadie ha pedido perdón por nada de esto.

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