Primero era el imperio de la fuerza, del valor y la osadía. Luego hubo normas que legalizaron la supremacía de unos sobre otros, garantizando el cuidado de los miembros del clan y limitando el uso particular de la fuerza. De forma natural primero, y mediante acuerdos, después, unos cedían parte de su libertad individual por seguridad a un grupo o a una persona que, a cambio, tenían las prerrogativas de dirigir y organizar desde el trazado de las calles, hasta el reparto de los alimentos. Así, desde siempre, o desde casi siempre, se instituye el hombre fuerte, el líder, caudillo o mesías.

Este proceso natural de la evolución humana, en cuya interacción subsiste una lucha por el poder, por la dirección unilateral, está presente en todas las sociedades, incluyendo, obvio, en la nuestra. Nuestra historia ha sido eso desde el proceso de formación de la República, una lucha entre sectores que creen en el consenso y otros que prefieren la imposición: liberales y conservadores (clásicos).

Ahora, este proceso se da a todos los niveles y en todos los estamentos. Todos (siempre habrá excepciones) quieren dirigir y, al hacerlo, imponer su criterio a los demás. Obviamente, procurar encabezar no es malo en sí mismo, es tan natural como el ser dirigido, lo avieso es querer imponerse y pensar que el consenso es sinónimo de debilidad. Y de esto no escapa, por ejemplo, el Poder Judicial.

El poder judicial está en medio de una crisis sistémica, profunda y tan vieja como la República, pero que se ha ahondado. Ahora es mayor que antes y lo es por motivos diversos, sin dudas. En un proceso de “disolución moral” de la sociedad, la justicia se va con el conjunto. Bien puede resistir hasta el final, pero inexorablemente decae junto al todo social. Pero también, sin dudas, tiene elementos internos, en este proceso de descrédito, que nacen en su seno y aumentan la percepción de debilidad institucional.

A estas alturas, caudillismo y crisis moral y sistémica, afectan al Judicial. Presumo caudillismo por las acciones tomadas a raíz de la pandemia del Covid-19. Solo el caudillismo, que implica sujeción de los demás al “jefe”, justifica que ante resoluciones a todas luces inconstitucionales, pues el Consejo no tiene potestad para ello, ni un voto disidente surja de sus miembros.

Estimo que en las discusiones de la agenda del día, presumiendo que las resoluciones se discutían, algunos deberían haber intentado convencer al señor presidente de la posible, por no decir evidente, inconstitucionalidad de las resoluciones por la incompetencia del órgano para emitirlas. Seguro hubo fuertes discusiones, pero la obcecación se impuso, y con ella la unanimidad de las decisiones.

Hoy se percibe a la justicia peor valorada que antes de la pandemia. Si bien los cambios siempre tendrán objeciones, y los grandes cambios, grandes objeciones, la pregunta central, simplemente, debe ser: son constitucionales las resoluciones?
Estimo que la respuesta general sería negativa. Pero en el Poder Judicial dominicano parece que, como en la organización política del hombre primitivo hace miles de años, o en la formación de nuestro aún débil Estado hace menos de dos siglos, se ha impuesto, contra todos y a sangre y fuego, una especie de caudillismo judicial. Como decía la doña del barrio: a Dios que reparta suerte!

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