Pertenece a Carlos Marx, citando a Hegel, la frase muy conocida de que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces: “Una vez como tragedia, la otra como farsa”. Y estas palabras vienen a mi mente cuando veo los reportes televisivos que muestran en plena faena golpista y destructora a las turbas de vándalos de extrema derecha en Brasil, mientras atacaban las sedes de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en la capital, indignados por el triunfo electoral del presidente Lula da Silva y la derrota de su líder, el expresidente Jair Bolsonaro.

Que la extrema derecha no acepte los resultados de una elección democrática e intente revertirlos por la fuerza, no es nada nuevo, ni siquiera es noticia. Está en su naturaleza la propensión al uso de la fuerza, su desprecio por el voto popular y su odio hacia las instituciones basadas en la soberanía del pueblo. Al ser así, como la historia demuestra, no debe extrañarnos que se haya intentado hacer en Brasilia lo que hace dos años, por estos mismos días, intentaron hacer en Washington las turbas de vándalos trumpistas que asaltaron el Capitolio, descontentos con la derrota en las urnas de su líder y la victoria de Joe Biden. Como cita el reconocido escritor y dilecto amigo Ignacio Ramonet, en su reciente libro “La era del conspiracionismo” bajo el subtítulo Trump, maestro del relato: Altanero, megalómano y vanidoso, el “triunfador republicano” jamás imaginó que podría perder la elección presidencial el 3 de noviembre de 2020. Cuando eso se produjo, el choque psicológico fue brutal. No lo admitió. Se negó a aceptar la realidad. Y, como había hecho con otros temas, prefirió seguir creyendo sus propias mentiras. Pensó que también esta vez acabaría por imponer una fake news en lugar de la verdad. En sus redes sociales empezó a alimentar a sus entonces ciento cincuenta y tres millones de seguidores con relatos y narraciones de un latrocinio electoral. Los fanáticos de Trump se dejaron llevar por la desinformación y se lanzaron a la conquista del Capitolio, uno de los lugares más sagrados de la democracia estadounidense. Todos creían en teorías conspirativas. (fin de la cita)

Como podemos ver, se trata, a fin de cuentas, de una mala copia carente de vida propia, impulsada por personajes fascistoides que, en los dos casos, contaron con la connivencia, si no con el apoyo, de sectores reaccionarios y antidemocráticos dentro de la propia policía y los órganos de seguridad.

En Brasilia el modus operandi fue muy similar al de Washington, lo cual permite caracterizar a esta nueva forma de golpe de estado “popular”: primero, se impugnan los resultados electorales que les son adversos a estos grupos; luego se inician las acciones violentas de cierre de carreteras y vías públicas para generar un ambiente de ingobernabilidad; después se intensifican las acciones de propaganda para desinformar, manipular y mentir, y finalmente, se pasa al golpe final: el asalto a los centros de poder, en lo que puede definirse como “golpe de estado desde abajo”, que se presenta como justificada reacción de la ciudadanía, indignada por un alegado fraude electoral.

Lo sucedido el 6 de enero del 2020 en Washington, tampoco es algo nuevo. Ya había sucedido durante la llamada “Marcha sobre Roma”, que tuvo lugar entre el 27 y 29 de octubre de 1922, protagonizada por más de 25,000 camisas negras fascistas, bajo el mando de Benito Mussolini, y a través de la cual se forzó la caída del gobierno del primer ministro Luigi Facta y la entronización de una dictadura de extrema derecha.

En el caso de Brasil, las fuerzas reaccionarias y antidemocráticas que intentaron derrocar a Lula incluyen a bandas de garimpeiros (buscadores ilegales de oro) y de traficantes de madera, los cuales tuvieron carta blanca durante el gobierno de Bolsonaro para depredar el medio ambiente y desplazar de sus hogares ancestrales a los pueblos originarios, mediante el terror y los asesinatos. A ellos se suman sectores de la policía militar, el ejército y organismos de seguridad, a los que se les vio confraternizar con los golpistas. Y en esto último reside el peligro real para la democracia brasileña y la política justiciera de Lula. Debemos recordar que Brasil vivió años de feroz dictadura militar, tras el derrocamiento en 1964 del presidente Joao Goulart.

A tales desafíos se enfrenta el pueblo brasileño, que llevó a la presidencia a Lula da Silva y que espera y necesita de cambios profundos que reviertan las políticas neoliberales y fascistoides del expresidente Bolsonaro, reduzcan la pobreza y eliminen el hambre. Las posiciones están deslindadas y no cabe ingenuidad, ni perdón ni olvido: es demasiado importante lo que está en juego.

Desde República Dominicana hacemos votos por el fortalecimiento de la democracia brasileña y apoyamos, irrestrictamente, al presidente Lula y al pueblo de ese país. Los cambios en marcha en una América Latina resuelta a enfrentar sus desafíos estratégicos y a construir sociedades mejores y más justas, no podrán ser detenidos ni desviados de su rumbo por las artimañas nuevas de una derecha oligárquica decrépita y obsoleta, alentada desde las sombras del trumpismo.

Desde esta tribuna decimos: No al golpismo. No a la farsa de quienes intentan detener el progreso y la marcha inexorable de la historia, pretendiendo desconocer la voluntad popular.

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