Depuesto el Triunvirato por los constitucionalistas civiles y militares que en abril de 1965 reclamaban el regreso del presidente Juan Bosch, derrocado dos años antes por un golpe de Estado, lo mejor del pueblo dominicano se alzó en armas para evitar la contraofensiva criminal de los elementos agrupados alrededor de un grupo de oficiales trujillistas, al servicio de los intereses estratégicos del gobierno de los Estados Unidos y de la oligarquía nacional.

Lo que estaba en juego no era solamente poner punto final al régimen corrupto y represivo del Triunvirato, sino dar continuidad a las transformaciones de las estructuras económicas, sociales y políticas del país, iniciadas durante el breve gobierno del profesor Juan Bosch, que habían sido interrumpidas por el hachazo brutal del golpe. Lo que movía a los constitucionalistas que reclamaban la continuidad del proceso democrático iniciado en febrero de 1963, era más que el retorno de un presidente y el regreso de la Constitución suprimida por la fuerza: se trataba de emprender en el país un cambio profundo que permitiese la acción de la justicia social y generase una regeneración de todas las prácticas, personajes y estructuras que habían sobrevivido a Trujillo, tras su ajusticiamiento.

La reacción interna y externa también lo comprendió así: sabían que estaba en juego su ancestral dominio depredador sobre el sufrido pueblo dominicano; el acceso egoísta y explotador a las fuentes de riqueza y a los frutos de la labor de los trabajadores; la supeditación al poderoso vecino del Norte, incluso, que peligraba el precario balance estratégico geopolítico en la crucial zona del Caribe, llena de turbulencias y enfrentamientos, tras el triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959.

Cuando las órdenes de la administración de los Estados Unidos de Norteamérica sus lacayos nacionales indicaba que se aplicarían todas las medidas de fuerza requeridas para evitar “una segunda Cuba”, estaban significando que no se detendrían ante nada, ni nadie, para mantener su dominio hegemónico indisputado, sin medir acciones y consecuencias. Con esta convicción, expresada en documentos oficiales secretos, hoy desclasificados, quedaba abierta la puerta de la injerencia y las manipulaciones; de las componendas y las conspiraciones, incluso, del genocidio y la masacre, de ser necesario.

Las costosas derrotas militares infligida por los militares constitucionalistas y el pueblo a todos los intentos de aplastarlos y reimponer un gobierno títere al frente de la nación, sufridas por las tropas de élite del Centro de Entrenamiento de las Fuerzas Armadas (CEFA al mando del general Elías Wessin y Wessin, principal golpista en septiembre de 1963, dispararon las alarmas en Washington: el bloque represivo y gorila, tan largamente entrenado, pertrechado y adoctrinado contra su propio pueblo se venía estrepitosamente abajo, y también el futuro del imperialismo norteamericano en la región.

Sin moral de combate, aislados en la base aérea de San Isidro, sin apoyo popular y contando con el repudio de la opinión pública mundial, los generales represores, con el general Wessin y Wessin a la cabeza, dieron el paso más deleznable, artero y cobarde posible, enfilado contra el corazón de su patria y del pueblo: el 28 de abril solicitaron, en medio de llantos, impotencia y desesperación, de lo cual existen numerosos testimonios, la invasión militar norteamericana.

Se consumaba así una nueva traición, pero esta vez más evidente y repudiable. Se confirmaba la tesis de que la oligarquía dominicana, al servicio del imperialismo, jamás dudaría en alinearse con cualquier poder extranjero, al costo que fuese, con tal de seguir disfrutando de sus privilegios y poder. Así lo había hecho varias veces en el decurso de la historia, como ocurrió durante la anexión a la corona española, en 1861, y por su complicidad interesada y antipatriótica ante la invasión norteamericana de 1916.

Pero también se confirmaba que era el pueblo y solo el pueblo quien estaría al frente, defendiendo la integridad y soberanía del sagrado suelo de la patria, como lo hiciese entre 1863 y 1865, durante la Guerra de la Restauración, o mediante sus representantes que no se plegaron a la primera intervención norteamericana, y levantaron del fango la bandera nacional dejada caer por otros, protagonizando una epopeya de resistencia que obligó al invasor a retirarse.

La orden de intervenir en República Dominicana fue emitida por el presidente Lyndon Baines Johnson, sin importarle las leyes del derecho internacional, ni el unánime repudio mundial que suscitó, encabezado por países como Cuba, la URSS, Francia, México y Chile. No tardaron los marines y los soldados de la 82 División Aerotransportada en ocupar parte del territorio nacional bajo el pretexto hipócrita de interponerse entre las fuerzas enfrentadas, mientras masacraban a la población civil y atacaban a los constitucionalistas.

Para poner una tímida hoja de parra sobre las vergüenzas de la intervención militar, los estrategas políticos norteamericanos se acordaron de la OEA, y de su tradicional disposición a ser el ministerio de colonias del imperialismo, sumando a la aventura a un puñado de representantes de países como Brasil, Honduras, Nicaragua, Paraguay, Costa Rica y El Salvador, y utilizando remanentes de la contrarrevolución cubana derrotada en abril de 1961 en Playa Girón. A este engendro se le denominó, con cinismo sin igual, “Fuerza Interamericana de Paz”.

A pesar de la desigualdad en hombres, preparación y armamento, la heroica decisión del coronel y presidente provisional Francisco Alberto Caamaño Deñó y la combatividad, moral patriótica y espíritu de sacrificio de hombres y mujeres humildes del pueblo dominicano, junto a los militares leales, impidió que la invasión militar norteamericana concluyese en una derrota militar, y se tuvo que negociar y pactar. La historia posterior es la de un rosario de groseras violaciones a los acuerdos alcanzados, que se tradujo en la muerte, la cárcel y el exilio de miles de dominicanos patriotas.

Cada abril celebramos la epopeya de los que se levantaron, sin miedo, en defensa de la causa popular y del suelo patrio, de la constitución, la democracia y las leyes, pero también condenamos la ruin actitud de los traidores, que no dudaron en llamar en su auxilio a fuerzas militares foráneas, cuando vieron en peligro su dominio ancestral sobre la nación.

Abril fue, y sigue siendo, un mes para el orgullo patrio y la condena viril a los traidores. La historia no puede repetirse nunca más. El heroico pueblo dominicano ya sabe que nunca se puede bajar la guardia.

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