En la la época de oro del islam vivió en Persia —la Persia medioeval—, un sabio que dejaría una profunda huella en la historia. Se llamaba Omar ibn Ibrahim al-Khayyami, y fue astrónomo y jurista, matemático y poeta, físico y metafísico, médico, libertino, bebedor y sibarita, entre otras muchas cosas. Pero sobre todo poeta. Bebedor y poeta. Es el mismo que conocemos como Omar Jayyám o Khayyám o simplemente Jayam. Un nombre que significa fabricante de tiendas, que era el oficio de su padre.
Fabricante de tiendas fue tu padre, / y tú, Khayyám, ingrato al noble oficio, / tras no sé qué ignorado beneficio, / tiendas de ciencia te pusiste a hacer.

La Parca con sus fúnebres tijeras / cortó en pedazos tu telar flamante… / y luego, un baratero trashumante, / «Por lo que den» los hubo de vender.

Jayyám tuvo la fortuna de nacer en Nishapur, en el lejano 1048, y se dice que falleció a los ochenta y pico de años, en el 1131. Toda una proeza en esa época. Nishapur, una rica región agrícola, pertenece a lo que hoy es Irán y estaba situada en la zona de influencia de la ruta de la seda, la ruta del comercio entre China y el Mediterráneo, y era la capital del reino selyúcida. En esa época Europa estaba en tinieblas y la tierra natal de Jayyám era un faro de luz, el centro del más intenso tráfico de mercancías y viajeros procedentes de los más variados rincones de la tierra. Disfrutaba, pues, de gran prosperidad, y sus famosas escuelas y centros de enseñanza permitían a los privilegiados el acceso a la más elevada formación académica, científica, la más refinada cultura. Pero era también la sede de un régimen teocrático, tiránico por definición, donde el pensamiento estaba regulado al detalle por la religión y la política. Regulado por la sharia, la ley islámica surgida del Corán. Nada permitía, en consecuencia, anticipar el surgimiento de un hombre con la extraordinaria mentalidad libertaria, sacrílega e incluso provocadora de Omar Jayyám. Un liberal, un visionario, un alucinado.

Jayyám era un científico que ejerció, quizás clandestinamente, la poesía como ciencia.

Con la poesía quería desentrañar el misterio del universo o por lo menos el sentido de la vida.

Ese es, por lo menos, el Omar Jayyám de la novela “Samarcanda”, la evanescente y mágica novela que Amin Maalouf publicara en 1988. Pero no hay razón para pensar que podía ser diferente. En el escenario fastuoso de esa ciudad, a la que Edgar Allan Poe llamó “reina de la tierra”, Omar Jayyán diáloga en la novela de Amin Maalouf con el cadí Abu Taher, la máxima autoridad del lugar. El diálogo gira en torno al quehacer científico de Kayyán y a la poesía, los atrevidos cuartetos o rubaiyat que ocasionalmente escribe:

“—Tengo que pedirte un favor.
“—Eres tú quien me colma de favores.
“—iLo admito! -concede rápidamente Abu Taher-. Digamos que quisiera algo a cambio.
Han llegado ante el pórtico de su residencia y le invita a proseguir su conversación en torno a una mesa bien surtida.
“—He concebido un proyecto para ti, un proyecto de libro. Olvidemos un momento tus ruba’iyyat. Para mí eso sólo son los inevitables caprichos del talento. Los campos donde verdaderamente destacas son la medicina, la astrología, las matemáticas, la física, la metafísica. ¿Estoy en un error si digo que desde la muerte de Ibn Sina nadie los conoce mejor que tú?
Jayyám no dice ni una palabra. Abu Taher prosigue:

“–Es en esos campos del conocimiento donde espero de ti el libro último y ese libro quiero que me lo dediques.
–No pienso que haya un libro último en esos campos y precisamente por eso hasta el presente me he contentado con leer y aprender, sin escribir nada yo mismo.
“—iExplícate!
“—Consideremos a los antiguos, los griegos, los indios y los musulmanes que me han precedido. Ellos han escrito profusamente sobre todas esas disciplinas. Si repito lo que han dicho, mi trabajo es superfluo; si les contradigo, como constantemente estoy tentado de hacer, otros vendrán después de mí para contradecirme. ¿Qué quedará mañana de los escritos de los sabios? Solamente las críticas hacia aquellos que les han precedido. Se recuerda lo que destruyeron de la teoría de los otros, pero lo que desarrollan ellos mismos será indefectiblemente destruido, ridiculizado incluso, por aquellos que vengan después. Ésta es la ley de la ciencia; la poesía no conoce semejante ley, no niega jamás aquello que la ha precedido y lo que la sigue jamás la niega, atraviesa los siglos con toda tranquilidad. Por eso escribo mis ruba’iyyat.¿Sabes lo que me fascina de las ciencias? Que encuentro en ellas la suprema poesía: con las matemáticas, el vértigo embriagador de los números; con la astronomía, el enigmático susurro del universo”.

Al cadí no le gusta lo que escucha, el ejercicio de la poesía es improductivo y puede ser peligroso. Era y sigue siendo peligroso, pero Omar Kayyán no parece dispuesto a renunciar a la poesía. Ante la aprensión “de Abu Taher, Omar se excita e insiste:

“—No soy de aquellos cuya fe sólo es terror al juicio, cuya oración sólo es prosternación.
¿Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creación, la perfección de su orden, el hombre, la obra más bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduría, su corazón sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.

“Con los ojos pensativos, el cadí se levanta, va a sentarse al lado de Jayyám y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.

“—Escucha, joven amigo, el Altísimo te ha dado lo más valioso que un hijo de Adán puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiración de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.

“—¿Tendré que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?
“—El día en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habrán tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua”.

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