La mujer de Gógol —o mejor dicho, la mujer del relato de Tommaso Landolfi que describe su alter ego Foma Paskalovich—, era una especie de obra de arte, aunque tenía en verdad un genio endemoniado y siempre se burlaba de él, lo maltrataba con su indiferencia y terminaría llevándolo al abismo de la desesperación.
A pesar de ser una muñeca inflable —como explica Foma Paskalovich con lujo de detalles–, Caracas tenía todas las cosas y cosuchas en su sitio. El esqueleto, la caja torácica, un tejido más o menos adiposo, una barriguita de lo más sexy, una “estupenda fila de dientecitos que ornaba su boca” y unos “ojos oscuros” que podían cambiar de color. Además, se inflaba, curiosamente, por el ano y se desinflaba por la boca. Algo muy conveniente —y esto también lo ha dicho Foma Paskalovich— es que podía cambiar de apariencia. Podía ser una gorda sexy, por la que Gógol mostraba en ocasiones un apetito insaciable, o una esquelética modelo de pasarela. Podía ser blanca y rubia, podía ser morena. Y eventualmente hablaba. Sí, eventualmente hablaba. Al menos según lo que cuenta Foma Paskalovich:

“La primera —digo— y última vez que oí hablar a Caracas fue en una cierta velada rigurosamente íntima, pasada en la habitación donde la mujer —perdóneseme el verbo— vivía. Habitación cerrada para todos, decorada más o menos a lo oriental, sin ventanas y situada en el lugar más impenetrable de la casa. No ignoraba que ella hablase, pero Gogol nunca había querido aclararme las circunstancias especiales en que lo hacía. Allí dentro estábamos, por supuesto, sólo nosotros dos, o tres. Nikolai Vasilievich y yo bebíamos vodka y discutíamos sobre la novela de Butkov. Recuerdo que, saliéndose algo del tema, él iba defendiendo la necesidad de radicales reformas de la ley de sucesión. Casi la habíamos olvidado, cuando dijo de sopetón con una voz extremadamente ronca y sumisa, como Venus en el Toro:
“—Quiero hacer cacá.

“Pegué un salto creyendo haber oído mal y la miré. Estaba sentada sobre un montón de cojines contra la pared y aquel día era una tierna beldad rubia metidita en carnes. Me pareció que su rostro había adquirido una expresión entre maligna y astuta, entre pueril y burlona. En cuanto a Gógol, enrojeció violentamente y saltó sobre ella metiéndole dos dedos en la boca. En seguida empezó a adelgazar y, podría decirse así, a ponerse pálida; volvió a recuperar aquel aire atónito y extraviado que le era propio hasta reducirse al final a no más que una piel floja montada en un somero batidor de huesos. Es más, como tenía (por intuibles razones de comodidad de uso) la espina dorsal extraordinariamente flexible, se dobló casi en dos y se quedó mirándonos desde aquella abyección suya durante el resto de la velada desde el suelo al que había caído”.

En honor a la verdad hay que decir que Gógol no era del todo fiel, que no la amaba solamente a ella, sino a todas las ellas que Caracas podía ser. La inflaba y la desinflaba a capricho, cambiaba su apariencia, se refocilaba con “todas aquellas morenas, aquellas rubias, aquellas castañas, aquellas pelirrojas, aquellas mujeres gordas o flacas, adustas, níveas o ambarinas” en que Caracas podía convertirse. La amaba a veces, durante un cierto período, apasionadamente, y cuando se aburría se buscaba otra entre las miles de Caracas que podían existir o modelar con sus manos, inflándola o desinflándola.

Cuenta Foma Paskalovich que “durante los primeros tiempos de su vida en común parecía que las cosas iban bien para la ‘pareja’. Nikolai Vasilievich Gógol entonces parecía contento con Caracas y dormía con ella regularmente en la misma cama, cosa que, por otra parte, siguió haciendo hasta el final, afirmando con tímida sonrisa que no había compañera más tranquila y menos importuna que ella, de lo que, sin embargo, pronto tuve razones para dudar, a juzgar, sobre todo, por el estado en que a veces lo encontraba cuando se despertaba. Pero al cabo de unos años sus relaciones se embrollaron extrañamente”.

No sería justo atribuir toda la culpa de lo que sucedería más adelante a la bella Caracas y presentar a Gógol como un santo de altar. Los hombres pueden ser crueles en exceso con sus compañeras sentimentales. Las cambian por la secretaria o la querida, por una modelo más joven, las humillan y las dejan destrozadas y al cuidado de los hijos en el momento más impensado y ejercen sobre ellas una brutalidad que debía destinarse sólo al peor enemigo. Gógol quizás no era de este tipo de persona, pero indudablemente la hizo objeto por lo menos de crueldad mental. La traicionaba, como se ha visto, con todos sus otros yo, todas sus formas posibles. Era potencialmente un adúltero. Sin embargo, nada hubiera permitido anticipar una respuesta, quizás más bien una venganza, una lección tan terrible y humillante como la que recibió de la sumisa y dulce Caracas.
Una lección que aplica a todos esos maridos ingenuos y maltratadores para los que las mujeres no son más que un simple pelele. Una especie de muñeco de goma inflable:

“Bueno — explica Foma Paskalovich—, pues parece que la mujer empezó por entonces a manifestar veleidades de independencia o, por así decir, de autonomía. Nikolai Vasilievich Gógol tenía la extraña impresión de que ella iba adquiriendo una propia, si bien indescifrable, personalidad distinta de la suya y de que se le iba, por así decir, de las manos.

“Caracas enfermó de un mal vergonzoso o, por lo menos, enfermó Gógol, el cual, sin embargo, nunca tuvo contactos con otras mujeres. Cómo pudo ocurrir aquello o de dónde proviniese la sucia enfermedad es algo que ni siquiera intento averiguar y sólo sé que aquello ocurrió. Y que mi infeliz y gran amigo me decía a veces:

“—Ya ves, Foma Paskalovich, cuál era el meollo de Caracas: ¡Ella es el espíritu de la sífilis! —mientras otras veces se acusaba absurdamente a sí mismo (él siempre fue proclive a la autoacusación).

“Este caso fue, además de todo, una auténtica catástrofe por lo que se refiere a las relaciones, ya tan oscuras, entre los cónyuges y a los contradictorios sentimientos de Nikolai Vasilievich Gógol, el cual, además, se veía sometido a curas continuadas y dolorosas (las de la época), ya que la situación se había agravado por el hecho de que la enfermedad no parecía, obviamente, curable en la mujer. Añado, además, que Gógol se hizo ilusiones durante un cierto tiempo, hinchando y deshinchando a su mujer y atribuyéndole los más variados aspectos, de lograr una mujer inmune al contagio, pero tuvo que desistir sin obtener ningún resultado”.

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