Los últimos palos de los andamios de la construcción del Monumento se clavaban para dar inicio al símbolo más reconocible de Santiago cuando Rosi vino al Planeta Tierra. El fotógrafo de la revista LIFE lo inmortalizó con su cámara y se fue a su habitación del Hotel Mercedes.

Ese Santiago de la infancia de Rosi era muy tranquilo, perturbado solo por los campanazos de las iglesias, el claqueo de los caballos de coche, las voces de las marchantas madrugadoras venidas de Don Pedro, Jacagua, Canca y hasta de Arroyo el Toro y Pedro García. Cada casa estaba habitada por una familia y los espacios funcionaban para lo que lo hicieron: la panadería con su chimenea de ladrillos vendía pan, la ferretería vendía tornillos, la tienda de misceláneas… encajes, elásticos y botones; el mercado ofrecía lechuga y tomates antes de que Gabino cogiera un “rinconcito” para lo que Bosch llamó “el vicio del juego de azar”; Yoryi daba clase en su academia antes de juntarse con los músicos y teatreros para fundar lo que sería Bellas Artes y de la que Rosi se benefició.

La circulación de vehículos se contaba como muela de garzas y en muchas calles se podía jugar pelota sin oír ni una sola bocina de algún Chevrolet de pescuezo largo.

A pesar de esa tranquilad Doña Cuquita y Juan Esteban cogían sus tres muchachos y se lo llevaban “pal campo”. Rosi, Margarita y Juancho se iban los fines de semana y durante las vacaciones al rancho de Guazumal. Las muchachas se perdían de la Tanda Vermouth del Colón y Juancho el Matinée; pero todos, las salidas al Centro de Recreo o al Club Santiago.

En el rancho podían corretear a gusto y preguntarle todo lo que quisieran a los hijos de Valentín y Celita, a Chucho, Ricardo, Marino sobre el moriviví, la cuyaya, la vija, los diferentes tipos de yerba pangola para las vacas y caballos, las semillitas pionía y el cundiamor delicia de los ruiseñores; la cabuya pa’ hacer lazos; la jumiadora; los calzapollos de lona y goma de carro; el etropajo de musú, el trompo y el fufú de tapita de refresco; el alambre de púa; la jigüera; la tinaja; el chivo cojú; las semillas de ojo de buey que Rosi inmortalizaría en sus cuadros cuando ella se decidió por el arte.

Rosi no se interesó por las semillas de zapotes o de tamarindo que abundaban donde el vecino Juan Ramón y Carmen Rosa la hermana del Dr. Jiménez, “un chinchín ma pa’llá” de Camucha. Tampoco se interesó por la semilla de mango que quedaban en la cabuya blanca después de saborearlas, y menos de las semillas de framboyán que sería la pasión del escultor Marcelo Bermúdez en su retiro en el mismo sitio.

Rosi lo tenía todo. Tenía todas la C, casa, comida, carro, caballo, carreta, cuarto, cama, columpio, cariño, la C de la universidad con su catecismo obligatorio y hasta la de su marido cuando se casó con Cuqui Batista, que no se cansó de la guerra porque sigue igualito como en los tiempos de Balaguer.

Rosi es parte del Renacimiento que tuvo Santiago cuando surgió un movimiento espontáneo interesado en florecer el arte más que la yuca, el plátano y el ñame. Es el momento de los Friordanos y otros artistas que no se agruparon y que prefirieron la soledad y la libertad, como la misma Rosi o como Cuquito en su etapa gruñonística, Radhamés Mejía, Alberto Bass que se fue a la capital; Victoria que del Vaticano vino a domar la Catedral a pesar de los resabios diurnos de Jacinto y nocturnos de Lilís. Por la senda de sus padres, Pepe y Carlos Mario Grullón de un lado y Yoryito e Ilonka del otro. Eusebio Vidal, la saeta de la escuela Colombia, el grupo Sínople de Virgilio Muñoz, Carolina Cepeda, Carmen Liriano y Mercader; Vitico Cabrera cuando dejó el lente y lo cambió por el pincel, y vio que era bueno; William Cacacén y otros más.

La música también fue parte de ese Renacimiento cibaeño con los Caballeros Montecarlo de la Tabacalera y la Rondalla Universitaria, Vitico que, aunque mudao en la capital, hizo con Sonia una revolución musical; Claudio Cohen, Vickiana, la presencia de Sandro y Raphel.

Rosi no siguió ni a Yoryi ni al cubismo cibaeño de Jacinto ni el costumbrismo de Mario, ni el nikismo o marolismo de Danilo ni le hizo caso a Cuqui cuando casi declamaba sobre el Arte y el engaño, la mitad del año y la otra mitad. A ella no le importó que dijeran que no sabía pintar cuando en sus exposiciones no aparecían los bodegones con manzanas o los paisajes con el rio Yaque o el Diego de Ocampo. Ella quería volar y para ello el ojo de buey le sirvió como los pétalos agigantados de Georgia O’keeffe.

Ni el caballo negro de Juan Esteban con sus pasos de ballet sin Cascanueces y que él llamaba Guazumal ni Jicaco, el de Marcelo le sirvieron como le sirvió la yegua de Harold, el papá de Leonor Carrington, antes de pasar por el manicomio y por Peggy. A Rosi le interesaban más los alambres de percha enderezados hasta convertirlos en marcianos o en lo que le diera la gana y menos cuando aún no habían llegado los supersabios del arte conceptual a convertir a los jóvenes artistas en marionetas.

Rosi, diferente a Clara Ledesma, o a Rosa Tavárez tiró un ancla más grande que el Monumento para quedarse en Santiago pintando a su ritmo, a su gusto y dividiendo su tiempo con las clases y la gestión cultural.

“Heredó” la dirección del Centro de la Cultura cuando ya Santiago daba signo (que se ve) y no síntomas (que no se ve) de querer esfumarse. Y quizás el Yaque fue el primero en mostrarlo con su reducción a riachuelo.

Su participación con once artistas más en una colectiva de la UCMM los elevaron a apóstoles, aunque con poca hostia, para demostrar que en el Cibao siempre ha habido talentos. Rosi lo demostró en el mismo terreno capitalino, en las entrañas del monstruo, con su exposición en la Casa de Bastidas.

Los espacios se multiplicaron, pero no los artistas. Ella es fundadora de Casa de Arte, la vieja casona de la Alianza Francesa y ha apoyado proyectos como el del ICA, un duplicado del Centro, pero más cerca de Dios, frente a frente a la Iglesia Mayor donde originalmente estuvo el Club de Damas dirigido por doña Trina de Moya y luego convertida en Escuela Colombia, la Benigno Filomeno de Rojas.

La última aparición de Rosi ocurrió el año pasado en 69 obras que demuestran su gran trayectoria de más de 50 años con el pincel en bandolera al igual que el corazón de Adamo. Esas “voces del horizonte” seguro que las vio desde la loma desde su otro rinconcito de la Septentrional que le carga las pilas para nuevos proyectos pictóricos, que de la pintura no hay jubilación como le decía Balthus a su japonesa.

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