Recuerdo que una vez era París y los paseos a la orilla del perezoso Sena, recuerdo que el río serpenteaba entre multitud de palacios de fantasía y que la gente caminaba embelesada como en un cuento de hadas, que los puentes se alineaban como en una especie de espejismo y que en el campanario de la iglesia de Notre Dame se asomaba todavía el jorobado Quasimodo y que Quasimodo se deslizaba por la soga del campanario “como una gota de agua sobre un vidrio”, y que los muros que amurallan a París convierten a París “en una ciudad murmurante”. Recuerdo, sobre todo, París a vista de pájaro, el París que podía verse desde “la espesa muralla de campanarios” de la maravillosa edificación. El que describió Víctor Hugo:

“Cuando, después de haber subido a tientas durante mucho tiempo por la tenebrosa espiral que atraviesa perpendicularmente la espesa muralla de campanarios, se desembocaba por fin en una de las dos plataformas inundadas de luz y de aire, el cuadro que por todas partes se extendía bajo los ojos era bellísimo; era un espectáculo sui generis del que sólo pueden hacerse una idea aquellos lectores que hayan tenido la fortuna de ver una villa gótica entera, completa, homogénea como todavía existen algunas en Nuremberg, en Baviera, Vitoria, en España, o incluso algunas muestras más reducidas, siempre que estén bien conservadas, como Vitré en Bretaña o Nordhausen en Prusia.

“Aquel París de hace trescientos cincuenta años, el París del siglo XV, era ya una ciudad gigante. “Generalmente, los parisinos nos equivocamos con frecuencia acerca del terreno que desde entonces creemos haber ganado. París, desde Luis XI, apenas si ha crecido en poco más de una tercera parte; claro que también ha perdido en belleza lo que ha ganado en amplitud. París ha nacido, como se sabe, en esa vieja isla de la Cité, que tiene forma de cuna, siendo sus orillas su primera muralla y el Sena su primer foso”.

Pues sí, en ese lugar nació París y allí me encontré por primera vez con Víctor Hugo. El me llevó de la mano a conocer a Esmeralda y a Quasimodo, me condujo a tientas al interior del templo, a través de la frágil oscuridad donde conviven columnas de varios estilos arquitectónicos y me enseñó a leer su arquitectura: “Es, por así decirlo, una vasta sinfonía de piedra; obra colosal de un hombre y de un pueblo; una y varia a la vez, como las Ilíadas y los Romanceros de los que es hermana; realización prodigiosa de la colaboración de todas las fuerzas de una época en donde se perciben en cada piedra, de cien formas distintas, la fantasía del obrero, dirigida por el genio del artista; una especie de creación humana, poderosa y profunda como la creación divina, a la que, se diría, ha robado el doble carácter de múltiple y de eterno”.

Aparte del templo, la belleza de la gitana Esmeralda me sedujo y caí, al igual que otros, rendido a su pies. Nada, sin embargo, me impresionó tanto como la figura del monstruoso Quasimodo, la bestia que sirve de contrapunto a la bella gitana. Además, Quasimodo y Notre Dame son un poco la misma cosa:

“…existía una especie de armonía misteriosa preexistente ya entre Quasimodo y aquel edificio. Cuando, desde muy niño aún, se arrastraba torpemente y con mucho miedo bajo las tinieblas de sus bóvedas, se asemejaba, con su cara humana y su constitución animal, al reptil natural de aquellas losas húmedas y oscuras sobre las que la sombra de los capiteles románicos proyectaba formas extrañas”.

En verdad, hay pocos personajes tan impresionantes como el jorobado de Notre Dame en la historia de la literatura que conozco, y pocos autores que sean capaces de dibujarlo con tanta finura de escabrosos detalles, “penetrar en el alma de Quasimodo a través de esa corteza espesa y dura (…), sondar las profundidades de aquel organismo contrahecho, (…) mirar con una antorcha tras esos órganos sin transparencia, explorar el interior tenebroso de aquella criatura opaca, iluminar sus rincones oscuros, sus callejones absurdos…”

Una de las cosas que le agradezco a Víctor Hugo es haberme permitido presenciar las acrobacias vertiginosas de Quasimodo y “el acoplamiento singular, simétrico, inmediato, consustancial, casi de un hombre y un edificio”, y la forma en que “se había familiarizado con la catedral en una cohabitación tan íntima y tan prolongada…”.

Por lo que me explicó Víctor Hugo con su manera romántica de decir las cosas, “aquella morada le era propia; no había recoveco que Quasimodo no conociera, ni altura que no hubiera escalado y más de una vez había trepado por varios pisos de la fachada agarrándose tan sólo a las asperezas, a los salientes de las esculturas. Las torres, por cuya superficie exterior se le veía trepar como un lagarto que se desliza por un muro, aquellas dos gigantes gemelas, tan altas, tan amenazadoras, tan temibles, no le provocaban ni vértigo, ni aturdimiento, ni estremecimiento alguno; se diría incluso, al ver la facilidad con la que escalaba, al ver la suavidad con la que a ellas se agarraba, que las tenía amaestradas. A fuerza de trepar, de saltar, de lanzarse por entre los huecos abismales de la gigantesca catedral, se había convertido en cierto modo en mono o en gacela como los niños calabreses que aprenden a nadar antes de andar y que juegan ya, desde muy niños, con el mar”.

Sobre Quasimodo se habían abatido al parecer todas las desgracias. Lo poco que tenía lo iba perdiendo, sólo ganaba en deformidad. Y lo peor de todo es que en la medida en que se deformaba su cuerpo también se deformaba su espíritu. Era cada vez más un monstruo. Cuando el sonido de las campanas que amaba sobre todas las cosas lo dejó sordo se sumergió en la oscuridad del silencio para siempre, lo aisló completamente del mundo. ¿Conservaría Quasimodo algún destello de humanidad? Quizás un mero vestigio de humana gentileza:

“Además daba la impresión de que no sólo era su cuerpo el que se había amoldado a la catedral, sino también su espíritu, pero resultaría muy difícil determinar en qué estado se encontraba aquella alma, qué pliegues había adquirido, qué forma había adoptado bajo aquella envoltura nudosa, en aquella vida salvaje, pues Quasimodo había nacido ya tuerto, jorobado y cojo y fue, gracias a una gran dedicación y a una inmensa paciencia, como Claude Frollo consiguió enseñarle a hablar. Pero una grave fatalidad iba unida al pobre niño abandonado: campanero de Nuestra Señora a los catorce años, un nuevo defecto vino a completar su perfección; las campanas le habían roto el tímpano y se había quedado sordo y así la única puerta de comunicación con el mundo que le había sido concedida por la naturaleza se le había cerrado bruscamente para siempre; y al cerrarse, se interceptó el único rayo de luz y de alegría que habría podido aún iluminar el alma de Quasimodo. Su alma se abismó en una noche profunda y la melancolía de aquel desgraciado se hizo incurable y total como su deformidad. Hay que decir también que su sordera le hizo, de alguna manera, mudo, pues, para no ser causa de burla en los demás, tan pronto como se vio sordo se sumió decididamente en un silencio que no rompía apenas, salvo alguna vez, cuando se encontraba solo. Ató voluntariamente aquella lengua que tantos esfuerzos había supuesto a Claude Frollo el desatar. Esto suponía que, cuando la necesidad le obligaba a hablar, su lengua se encontrara entumecida, torpe, como una puerta con los goznes oxidados”.

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