Aquel poema al inicio de aquel libro me produjo una emoción parecida a una conmoción, un sacudimiento visceral. Era un poema desafiante, de William Ernest Henley, al que alguien le puso un título que el autor no le había puesto: “Invictus”. Un título preciso, impecable, que se corresponde perfectamente con el sentido del poema. Ha sido traducido muchas veces al español y de alguna manera conserva su fuerza. La versión que siempre he preferido es la que aparece a manera de epígrafe en aquel libro:

“La noche quedó atrás pero me envuelve /negra como un abismo entre ambos polos, /doy gracias a los dioses cualesquiera sean / por mi espíritu indómito”.

“No importa cuán estrecha sea la puerta / ni que me halle abrumado de castigos, / soy capitán triunfante de mi estrella / y el dueño de mi espíritu”. (Traducción de Juan Rodríguez Chicano)

Aquel libro, en el que aparecía aquel poema a manera de epígrafe (el poema que le da el título al libro, “La noche quedó atrás”), me cambió la vida para siempre y no creo que haya dejado indiferente a ningún lector. De hecho, tanto el libro como el poema han producido impresiones indelebles en las más variopintas personalidades del siglo XX, desde Franklin Delano Rooselvelt a H. G. Wells, pasando por Jack Kerouac, Hannah Arendt, Vargas Llosa, Mandela y tantos otros.

Rooselvelt se prodigó en elogios, dijo que era el “libro más terrible y sensacional” que había leído. Nelson Mandela recitaba el poema en sus horas más oscuras durante sus veintisiete años de prisión en una cárcel de Sudáfrica. Vargas Llosa estuvo a punto de convertirse en comunista después de leerlo. Salió en busca de los comunistas, según sus propias palabras, y al cabo de muchos años de involución política terminó haciendo campaña a favor de la narco candidata Keiko Fujimori:

“Yo leí a Jan Valtin en quinto año de media cuando estaba en Piura en casa de mi tío Lucho. Ese libro me impresionó tremendamente. Recuerdo el poema [de William Ernest Henley al comienzo del libro: “La noche quedó atrás…, pero me envuelve/ negra como un abismo entre ambos polos;/ doy gracias a los dioses, cualesquiera que sean,/ por mi espíritu indómito.” La historia de este comunista, su vida clandestina en la Alemania de Hitler me marcó mucho. Yo creo que esa lectura fue fundamental para que yo pensara que los comunistas iban a salvar al Perú, nos iban a liberar de la dictadura de Odría. Entré a San Marcos seguramente porque creía que los comunistas estaban allí y que yo debía hacer contacto con ellos”.

Lo menos que puede decirse es que “La noche quedó atrás” es un libro arrollador, absorbente, que sumerge al lector en un mundo de pesadilla: el de la primera mitad del siglo XX en Europa y otras regiones del mundo. Lo escribió Richard Krebs, con el pseudónimo de Jan Valtin, y lo publicó en 1941 con un enorme éxito de venta. Hasta no hace mucho tiempo concitaba el entusiasmo de millones de lectores, pero la fama y el éxito son perecederos y la obra, sobre todo después “del fin de la historia”, comenzó a enfriarse y ya no parece tener mucho que decir a las nuevas generaciones. En especial a las nuevas generaciones de chateadores.

Desde la derecha la obra ha sido celebrada como “el mejor retrato del fanatismo político jamás escrito”, como una vulgar denuncia, la historia de un renegado, de una gran ilusión, un gran engaño, un gran desengaño,una gran estafa. Para peor, y a pesar de que el nazismo es la forma más perversa del capitalismo, desde esa misma derecha se quiere hacer creer que la obra pretende vender la idea de que el socialismo y el fascismo son la misma cosa. Desde la izquierda estalinista, por supuesto, se afirma que no es más que la biografía de un traidor, de una vulgar traición a la causa.

Pero “La noche quedó atrás” no es meramente la biografía del autor del libro, es la biografía de una época. Richard Krebs se entregó ciertamente a la causa del socialismo con la devoción de un fanático, de fanatismo ciego, pero era sobre todo un idealista, uno de esos soñadores que estaba dispuesto a entregar todo por su sueño, alguien que vivió por la revolución y el amor las ansias de redención de la humanidad en una época que se tragó todas las ilusiones y que surgió de una monstruosa conflagración bélica que dio origen a otra, a la más grande conflagración bélica que ha conocido la humanidad, al suicidio de Europa. A lo que Víctor Hugo hubiera llamado una guerra civil.

Desde la primera página, el libro nos seduce por la delicadeza y limpieza de una narración desprovista en todo momento de melodrama y extrañamente apacible. Reina la calma, pero es una calma inestable que antecede a la tormenta. El protagonista se retrata de cuerpo entero con unos cuantos trazos de antología y la tensión empieza a acumularse. Algo está por pasar y pasará:

CAPÍTULO I
Lumpenhund

Soy alemán de nacimiento. Sin embargo, mis años de juventud han transcurrido en puntos tan distantes entre sí como el Rin y el Yangtsé. Mi viaje empezó allí donde el Rin se desliza repentinamente hacia el oeste para abrirse un camino a través de las montañas antes de que doble para correr, ancho y rápido, otra vez hacia el norte, dejando atrás el Loreley y las torres de Colonia. Cierto día, en 1904, hallándose mi madre en el camino de Génova a Rotterdam, para reunirse con su esposo, que regresaba de un viaje por alta mar, sintió que había llegado la hora. Interrumpió, pues, su viaje, para dirigirse a la casa de unos conocidos en una pequeña ciudad, cerca de Maguncia. Allí dio a luz su primer hijo. Y antes de que yo contara un mes, me llevó a bordo de un vapor que navegaba por el Rin hacia Rotterdam.

Mi padre dedicó al mar el mayor tiempo de su vida. Pero a pesar de sus viajes por el mundo, conservó siempre la devoción del caminante por la tierra donde había nacido, una devoción de la que no he podido participar. Durante la década que precedió a la guerra mundial, mi padre fue agregado al servicio de inspección náutica del Lloyd Norte Alemán en el Oriente y en Italia. Era un empleo en tierra firme, que le permitía llevar a su familia de puerto en puerto, a costa de la compañía. Uno de los resultados de este nomadismo fue que yo, al contar unos catorce años, hablara, además de mi lengua nativa, algo de chino y malayo, teniendo también un conocimiento superficial del sueco, inglés, italiano y algo de esa jerga indomable del pidgin-English , es decir, del inglés que suelen hablar los culis chinos radicados en los puertos. Otro resultado fue que, desde niño, adquirí conciencia de mi inferioridad frente a los hombres que tenían el privilegio de vivir su juventud en un solo país, frente al fanatismo provocador de quienes han podido arraigarse y decir: «Ésta es mi tierra, éste es el mejor país». Todo esto me dio una triste inestabilidad. Mi desquite fue observar con desprecio de muchacho las sanas manifestaciones de los nacionalistas.

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