Las elecciones del 16 de mayo de 1942 fueron precedidas por un gran despliegue de propaganda y movilizaciones de masa, por un aparente derrame de entusiasmo visceral en todo el país, una entrega aparentemente incondicional del pueblo dominicano a los encantos de la bestia. Prácticamente no había oposición, pero la contienda parecía reñida.
Como era de esperarse, la bestia ganó, efectivamente, las elecciones del 16 de mayo de 1942. Ganó por abrumadora mayoría, casi por unanimidad, casi por aclamación, y con un total de 509,999 votos. Un triunfo limpio, avasallador, que no dejaba lugar ni para dudas.

Los más ilustrados cortesanos habían vaticinado el triunfo, desde luego. Nada tenía de raro que un candidato que se había ganado todos los corazones ganara también las elecciones. La bestia volvería a lucir sobre su pecho la banda presidencial que nunca debió haberse quitado, ocuparía la magistratura que le correspondía

Pero la bestia estaba impaciente. Había ganado las elecciones, pero tenía que esperar unos largos meses para tomar posesión del cargo y no se aguantaba las ganas. Faltaba mucho tiempo para la juramentación, que tendría lugar el 16 de agosto, y la bestia estaba impaciente. Para peor, la patria también estaba impaciente. Sus cortesanos estaban tan nerviosos como impacientes y se desvelaban tratando de encontrar una solución.
Hasta que finalmente intervino la providencia y se le encontró salida a un callejón que no parecía tenerla.

En realidad, la providencia había intervenido graciosamente, se había manifestado con tres semanas de antelación en su divina gracia desde la cámara de diputados que presidía en ese momento Manuel Arturo Peña Batlle.

Durante muchos años, Manuel Arturo Peña Batlle había sido —como es sabido— un fiero opositor de la bestia, hasta que la bestia lo quebró —quebró su espíritu el miedo—, y lo redujo a la condición de cortesano, uno de sus más arrastrados cortesanos, pero la bestia nunca le perdonó sus años de oposicionista y lo sometió hasta el final de su vida a un régimen terrible de humillaciones y sobresaltos. Es posible que Peña Batlle tampoco se perdonara a sí mismo y terminara perdiendo —como algunos afirman— el equilibrio emocional y la cordura. El hecho es que en esa época detentaba y ostentaba la presidencia de la Cámara de Diputados y, anticipando de alguna manera el resultado de las elecciones, tuvo de repente una idea brillante, una feliz ocurrencia, una inspirada iniciativa que le permitiría al querido jefe y a toda nación dominicana colmar sus aspiraciones.

Lo que el visionario Peña Batlle había propuesto desde antes de las elecciones era tan simple como brillante, quizás incluso legal de alguna manera indefinible. Pero era además una cosa lógica.
Dado el grado de consenso que se preveía que la bestia alcanzaría en las urnas, era imperativamente indispensable que ocupara de inmediato la presidencia y se obviara el intervalo, el innecesario intervalo que mediaba entre el 16 de mayo y el 16 de agosto.

Aparte de manipular o hacer picadillo las leyes, había que contar, por supuesto, con el consenso de presidente putativo de la nación, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, pero el presidente se mostró de acuerdo inmediatamente, quizás incluso antes de que se lo propusieran, si acaso se lo propusieron.
Además, siguiendo su ejemplo, los dos partidos políticos que sustentaron la candidatura de la bestia, el Partido Dominicano y el Partido Trujillista, dieron asimismo su aprobación.

De hecho —según lo que cuenta Crassweller— Troncoso fue en cierta manera el artífice de la transición. Una transición que fue facilitada enormemente por su desprendimiento y gran idealismo y sobre todo por las ganas que de seguro tenía por quitarse del medio. A él le tocaría poner en marcha el sencillo mecanismo que de seguro formaba parte del proyecto que había concebido Peña Batlle para facilitar el supuesto cambio de mandos.

Según las leyes de la época, el cargo de Secretario de guerra, marina y aviación era el primero en la línea de sucesión a la Presidencia, un cargo que, coincidencialmente, estaba en manos de Héctor Bienvenido Trujillo Molina, alias Negro, el hermano favorito, el consentido de la bestia. Pero Negro, por extraña casualidad, había renunciado al cargo el día anterior a las elecciones. Dos días más tarde, el presidente Troncoso tuvo la feliz ocurrencia de nombrar a la bestia en su lugar y poco tiempo más tarde presentó patrióticamente su renuncia. La bestia ocupó de inmediato la presidencia y de inmediato restituyó a su hermano mimado en el preciado cargo de secretario de Guerra, Marina y Aviación. Es decir, cambiaron un poco todas las cosas en el mejor estilo lampedusiano o gatopardiano para que todo siguiera igual que antes. O mejor dicho peor.

Troncoso abandonó, pues, la Presidencia con la frente en alto y no pudo contener la emoción cuando pasó por el Palacio Nacional a despedirse. Pronunció entonces unas palabras históricas que han quedado registradas en los anales de la más vergonzante adulonería. Dijo que nunca había visto ni volvería a ver un espectáculo tan democrático como el de esa transición de la bestia a la presidencia de la República. Era, en efecto —según sus propias palabras—, el más reconfortante espectáculo democrático que registraba su memoria. Pero Troncoso también pasaría a la historia como el presidente bajo cuyo gobierno el país le declaró la guerra a Japón después del ataque a Pearl Harbor.

Por lo demás, en las elecciones de 1942 se hizo realidad el sueño de las feministas trujillistas dominicanas: las mujeres adquirieron el derecho a voto, el derecho a votar por la bestia, desde luego, y votaron masivamente, unánimemente por la bestia. La rama feminista del Partido Dominicano se había fundado en 1940 y una de las más destacadas activistas respondía al nombre de Isabel Mayer, la gran amiga de la bestia, la prestigiosa Celestina en cuya casa de Montecristi la bestia anunció el inicio del corte, la matanza haitiana, una mujer de horca y cuchilla que se convertiría en la primera senadora dominicana. De hecho, su fama y prestigio sólo han sido parcialmente opacadas por las de Minerva Bernardino, la feroz hermana del monstruoso Felix W. Bernardino, la destacada diplomática, “el cerebro siniestro detrás del secuestro del catedrático de la Universidad de Columbia Manuel de Jesús Galíndez”.

(Historia criminal del trujillato [62])
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

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