Al catalán se le cayó la mandíbula sobre el escritorio cuando vio el escobillón que había enviado el licenciado Biglietti. La colombiana, que estaba a punto de decir algo, se quedó con la palabra en la boca y estuvo a punto de tragársela, pero yo me quedé como quien dice frizado, en estado catatónico.

No podíamos creer lo que estábamos creyendo. O el licenciado Biglietti se había tomado el asunto de la escoba en forma más literal que de costumbre o nos estaba mandando un metamensaje. Tan tonto no era Biglietti si el escobillón aludía a la necesidad de que deshollináramos nuestros cerebros.

—Eso no puede ser —dijo el catalán—. Es demasiado elaborado para su desarrollo intelectual.

En ese momento Harold Priego se asomó un instante a la puerta con una sonrisa radiante y confirmó nuestras peores sospechas:
—¿Esa escoba es para que se sacudan las telarañas de la cabeza?
La colombiana lo fulminó con una seudo mirada asesina y el catalán fingió que le iba a arrojar un zapato y le dijo alguna mala palabra en catalán, pero la sangre no llegó al río. Harold desapareció en el acto y emitió una carcajada estruendosa que se debió escuchar en todo el edificio. La risa de Harold era contagiosa y la colombiana no tuvo más remedio que echarse también a reír en colombiano. En cambio él catalán se limitó a sonreír con una extraña sonrisa bilingüe.

Yo permanecía frizado, en estado metafóricamente catatónico. Pero lo que estaba contando, antes de que apareciera Ramoncito Lara con el escobillón, es que el catalán se había puesto serio, bien serio, que había dicho que teníamos que desabrocharnos el cerebro y ponerle punto final a esta vaina y que los ojos de la colombiana se iluminaron porque comprendió que el catalán había dado inconscientemente en el clavo.

Estábamos enfrascados en la búsqueda de un slogan, una frase corta que representara una marca de analgésico y permitiera la rápida identificación del producto. Un analgésico llamado Sanadol, que nadie conocía. Y el catalán había dicho, sin querer la frase mágica. Por eso la colombiana lo había mirado con los ojos desorbitados. El catalán tenía el envase de cartón en sus manos cuando dijo que había que ponerle punto final a esta vaina. Lo había mirado, estudiado, analizado por lo menos un millón de veces y por primera vez se dio cuenta, se percató cabalmente de que en el diseño había un punto rojo que era la clave de todo. Después de horas y horas de inútil reflexión se encendió la chispa.

El catalán se sintió transubstanciado, iluminado en cuerpo y alma por una luz divina y empezó a levitar emocionalmente y a despojarse de su carcasa material. La colombiana lo contemplaba emocionada con los ojos encendidos como dos reflectores y yo comencé a salir de mi confortable estado catatónico. Pero la escoba no nos quitaba el ojo de encima, el mal de ojo.

Al cabo de un momento de indefinida levitación, el catalán volvió a poner los pies sobre la tierra, o mejor dicho sobre el escritorio, y mostró en su mano el envase de Sanadol con aire triunfal: el punto rojo en el diseño del envase que habíamos visto y no visto hasta que lo vio el catalán.

—He aquí el punto final…
—Eso es, eso es —dijo la colombiana.
—Sanadol: punto final al dolor

Lo demás era pan comido, inventarse unas cuantas historias que tuvieran como pie forzado el dichoso slogan, una especie de estribillo que aparecería en todos los anuncios de prensa, radio y televisión.

La cuestión es que en una hora teníamos armado el muñeco, el material escrito sobre el que se sustentaría la campaña de Sanadol: punto final al dolor. Ahora había que presentársela al licenciado presidente, someternos como quien dice a la humillación de las Horcas Caudinas y recibir como de costumbre una andanada de críticas insulsas. El licenciado presidente nunca aprobaba una campaña sin demostrar primero su desaprobación.

La presentación tuvo lugar en su despacho, a puerta cerrada, herméticamente cerrada. El licenciado presidente administraba su privacidad con el mismo celo con el que administraba su autoridad. Lo primero que nos dijo es que estábamos a punto de perder la cuenta, que el cliente estaba eufórico, hecho una furia, enojado por la supuesta mala calidad de nuestros servicios. El catalán me miró un poco de soslayo, como sugiriendo que le explicara al licenciado presidente que la euforia no tenía nada que ver con estar hecho una furia, sino todo lo contrario, pero no me di por aludido. Mis relaciones con el licenciado presidente no estaban en su mejor momento. Unos días atrás habíamos tenido un encontronazo a causa de una campaña de Sazón Montero en polvo que me había rechazado en tono airado. Era quizás la mejor campaña que había escrito, algo fuera de serie, pero en cuanto empecé a leérsela empezó a palidecer, se puso verde más bien, y estuvo a punto de echarme o me echó mejor dicho de su oficina.
El texto era impecable, inmejorable, certero, pero el licenciado presidente no supo apreciarlo. El rechazo fue doloroso porque yo había puesto mi mejor entusiasmo en esa campaña, me empleé a fondo, la presenté empleando mis mejores dotes de declamador:
“Señora, yo soy el sazón Montero / y vengo a echarle un polvito / para que coja un gustico/ lo que tiene en el caldero”.

El licenciado presidente no dijo una palabra, se puso de pie, me miró con indignación y me enseñó la puerta de salida, que era la misma de entrada.

Ahora estaba de nuevo frente al mismo licenciado en una parecida encrucijada, pero esta vez no estaba solo sino en compañía del catalán y la colombiana, y todos estábamos dispuesto a defender la campaña de Sanadol por cualquier medio, incluso a dentelladas. Pero las cosas no salieron bien al principio. El licenciado presidente se apropió de los textos como si fueran de su propiedad y dio inicio a la lectura con una actitud despreciativa, pasando las páginas un poco a la ligera, tachando y corrigiendo palabras con una inmensa pluma fuente bañada en oro y asumiendo en todo momento un aire de autosuficiencia con el que pretendía mantener la distancia entre él y los comunes mortales.

Al cabo de un corto tiempo se limitó lacónicamente a decir que la campaña no tenía hilaridad. Le falta hilaridad, fueron sus palabras precisas.

El catalán se puso cínico y dijo en falsete: ja, ja, ja.

El licenciado presidente pareció no entender. No entendía, en efecto, la diferencia entre hilaridad e ilación y tuvimos que explicárselo. Después tuvimos que discutir palabra por palabra cada una de las modificaciones y objeciones que había hecho, remodelar un poco los textos, fingiendo que aceptábamos ciertos cambios que luego revertimos. Su interés era demostrar que él había puesto su grano de arena en la campaña e hicimos todo lo posible para que lo creyera.

Cuando nos pusimos de acuerdo en todos los puntos y todas la íes, una eficiente secretaria pasó el material en limpio, el licenciado presidente lo revisó meticulosamente sin percatarse de que todo estaba más o menos igual que como se lo habíamos presentado antes y estampó su firma, dio su aprobación. El dulce sí. En poco tiempo saldrían las órdenes de trabajo para los departamentos correspondientes.

En el departamento de arte nos recibieron con aplausos y el ejecutivo Jumbo subió al poco rato a felicitarnos. Nos dijo que sabía que podía confiar en nosotros. Sabía que que no le fallaríamos. Sabía que la campaña estaba en buenas manos. Pero antes de irse dijo un poco en serio y un poco en broma, como quien no quiere y quiere la cosa:

—Parece que la escoba que mandó el licenciado Biglietti cumplió su cometido.

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