Samuel había estado en la RD después de las guerras restauradoras en 1873

Grover Flint era muy joven cuando en 1896 llegó a Cuba como reportero del New York Journal, un periódico tan importante que se transformó en el gigante de todos en Los Estados Unidos: The New York Times. Cisneros era el presidente cubano en la manigua mientras que Benjamin Harrison se ocupa de grabar su voz en uno de los primeros gramófonos de Edison en los Estados Unidos.

Todavía quedaba mucho humo de los escombros del desastre de la Guerra de Secesión, sogas en árboles como testimonios de la crueldad racista que desacataba la abolición que Lincoln declaró veinte y pico de años atrás. Ahora, con Grover Cleveland como presidente, aunque menos conocido que el famoso pitcher de igual nombre de las filas de Philadelphia, el país buscaba la estabilidad que Flint no halló.

Quizás porque el padre de Grover Flint era militar o justamente por eso es que se fue lo más lejos posible, a las sierras de oriente para unirse a Máximo Gómez.

Allá llegó con una valentía poco común y una cara de pelotero americano, aunque no “macaba chicle” porque todavía no se había inventado tan importante distintivo de su gentilicio. Como única arma, una libreta, una pluma y un potecito de tinta china que perdería en uno de esos enfrentamientos, a tiro limpio, contra los españoles.

Después de un largo recorrido por caminos de herradura, logró llegar al campamento del General banilejo con quien compartió todo, desde las comidas, sombras de algún refugio fugaz y los ataques y huidas de los soldados invasores.

Flint tenía por costumbre dibujarlo todo, escribirlo todo, con lo que dejó un tremendo testimonio de las vivencias cotidianas del ejercito mambí que nos pueden ser más útiles que muchas de las biografías grandilocuentes que de él se hicieron como si fuera un dios.

Tampoco quiere decir que todo lo que escribió Flint era cierto.

Parecía que le seguía las huellas a Samuel Hazard, otro que deambuló, antes de la guerra del 68, anotando y captando con su pluma, paisajes que ellos nunca habían visto.

Samuel había estado en la República Dominicana después de las guerras restauradoras (1873) donde conoció las poco agradables anécdotas del famoso Buceta en sus encuentros con los habitantes de Santiago.

Buceta era un bachillercito en crueldad comparado con Valeriano Weyler a quien enfrentó el propio Flint cabalgando con Gómez. Y así tituló el libro que en esa experiencia vivió: “Marching with Gómez”.
Lo que constituye un verdadero misterio, es saber cómo se construye el patriotismo en un extranjero. ¿Qué motivos profundos llevan a Flint a arriesgar su vida participando en un conflicto que le es completamente ajeno? Pero también uno podría preguntarse, ¿qué empujó al propio Gómez a engancharse en las tropas españolas y combatir, junto a Santana, a los restauradores? ¿Qué hacía Gómez, el dominicano, en las tropas mambisas? ¿Borrar su sentimiento de culpa? No hay otra respuesta más lógica que en cualquiera de los casos se trataba de un gran sentido de justicia y, claro, otras pendejadas de la psiquis humana que ni la Biblia ha podido descifrar.

Cuando un soldado lucha en otras tierras hace suya las causas de justicia de la humanidad sin frontera como lo hizo Henry Reeve quien hoy identifica con su nombre las brigadas internacionalistas de médicos cubanos en el mundo, así como los soldados Frederick Funston, Thomas Jordan y Winchester Dana.
Flint, en su paso por los campos cubanos vio tantas casas destruidas, quemadas, tantos campesinos maltratados, tanta crueldad hacia los negros que era muy difícil asumir el papel de corresponsal pasivo y no unirse a los mambises para detener esos abusos e intentar, a cualquier precio, sacar los españoles.

Grover Flint no solo presenció de cerca la destreza con la que el General atacaba, se defendía, se retiraba y volvía una y otra vez incansable, él conoció la dignidad, los principios, la nobleza y la moralidad de aquel pequeño combatiente. Fue, en más de una ocasión, testigo de las arengas a sus soldados, de su repudio a los cobardes y su admiración a los patriotas. La disciplina rígida de su mando era implacable contra los traidores y ladrones. En una ocasión que los soldados españoles, de un pueblo ocupado, se rindieron, nadie se atrevió a tocarlos. Sus armas, eso sí, y sus bienes desde botas y monturas, fueron repartidas entre muchos que peleaban con palos y andaban descalzos. ¡Eso es ser un militar decente!

Su pluma inmortalizó al Estado Mayor y a otros personajes pintorescos que él dibujaba por placer. Dibujó a Paulina Ruiz “la comandanta”, más guapa que una ciguapa; a “Paco” el niño de once años que se alzó porque era más seguro en el campamento que en su bohío; a Eusebio y Alfredo, dos asistentes que le ayudaron con sus cosas; al Dr. Hernández que le ganó a Gómez una discusión “jurídica” en un juicio marcial; a Rosa, curandera experta que conocía todas las yerbas habidas y por haber; a Morón el cocinero. Dibujó también casas, ermitas, animales, una volanta en su garaje de casa campestre.

Flint no fue de esos extranjeros, como Arthur Burks, que vinieron a joder y a burlarse de la pobreza, negritud y otras vainas que ellos consideran “folklóricas”. Él hizo suyo el destino de los visitados sin tener ni siquiera un velón en aquel entierro.

Los dibujos más importantes y que seguro él envió al periódico o al Weekly Harper’s, fueron los que hizo de Gómez. En uno aparece sentado en su hamaca y luego una secuencia, como dibujo animado, en la que él arenga a su tropa posiblemente sobre las tácticas de su próxima carga al machete.

Regresó Flint a su casa con una vejez prematura tan pesada como el viejo máuser, cansado y enfermo. Lo esperaba su esposa Maud con una tarta de manzana junto a sus hijos Susan y Covier, que llevaba el nombre de su abuelo, el General Covier Flint.

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