Desde el momento en que Mozo Peynado ganó las elecciones de 1938, con el apoyo aplastante de toda la población electoral, Trujillo le hizo sentir el peso de su brutal autoridad, lo sometió a un régimen de vejaciones, lo puso en ridículo públicamente, hizo todo lo posible por disminuirlo hasta su mínima expresión, degradarlo, agraviarlo de todas las formas posibles.
Poco antes de juramentarse, el 16 de agosto, un diputado que seguía órdenes de la bestia declaró su inconformidad con el hecho de que Peynado hubiera sido elegido presidente, abiertamente le declaró su más firme y cordial enemistad y denunció que estaba formando a su alrededor una claque, una camarilla política. Intrigantes y conspiradores seguramente.

El flamante diputado se sintió en el deber de reafirmar su eterna lealtad a la bestia y advertir al mismo tiempo el peligro que representaba un hombre como Peynado en el poder. Otros miembros del congreso hicieron de inmediato causa común con él, y los medios de prensa no tardaron en unirse al coro de admoniciones y lamentaciones. Trujillo debería permanecer al mando a toda costa. Unos días más tarde, el querido Jefe se plegó a los deseos de sus intranquilos servidores y declaró en público que la juramentación de Peynado como presidente sería algo meramente nominal. Nada había que temer.

El 16 de agosto, en efecto, durante el solemne acto de toma de posesión del nuevo presidente (un acto de humillación en toda regla), Trujillo acaparó por completo la atención, lo eclipsó totalmente a Peynado. Y no podía ser de otra manera. Aunque en general Trujillo vestía de manera impecable y en ropa de civil lucía siempre elegante, se apareció en el acto con un uniforme tan estrambótico y ridículo como el que había usado en agosto de 1930, cuando se juramentó por primera vez en el cargo de presidente.

A tono con el traje, que combinaba el atuendo de general con el de almirante y parecía una pieza de museo, pronunció un discurso rimbombante e igualmente ridículo sobre el septuagésimo quinto aniversario de la Restauración. Se cogió, en definitiva, todo el espectáculo para él. Había relegado a Peynado a un plano insignificante, pero le reservaba un final todavía más humillante, degradante, vejatorio e indignante a la vez, todo un bochorno, una ofensa, un ultraje de la más baja estofa.

Peynado tomó la palabra cuando por fin se la dieron y empezó a declamar un indigno discurso laudatorio que situaba a la bestia en una especie de Olimpo, en el terreno incontaminado de la divinidad. Bendijo Peynado el bendito 16 de agosto de 1930, la dichosa ocasión en que el divino Jefe había tomado posesión por primera vez de los destinos patrios. Una y otra vez lo exaltó, lo describió con palabras ardientes como un hombre del destino, lo elevó a la cumbre de Caballero de la Divina Orden del Genio, la única orden cuyas insignias el mismo Dios y sólo Dios concede, celebró el momento providencial de su aparición por primera vez en este augusto lugar con rayos de luz en su mano, le agradeció de mil maneras por haber traído a esta tierra la Civilización y así por el estilo.

Mozo Peynado no se cansaba ni se cansaría de adularlo cuando ocurrió lo que nunca creyó que podía ocurrir. Era un movimiento calculado con anticipación, pero la gente pudo haber pensado que Trujillo había sufrido una indigestión de halagos, que se había hartado o empalagado de lisonjas cuando lo vieron ponerse inesperadamente de pie, darle la espalda al fogoso orador, marcharse del lugar y provocar con su partida los más estruendosos aplausos. El público, emocionado, poseído de un entusiasmo visceral, y posiblemente harto también de tanto discurso, ovacionó en efecto su partida y probablemente nadie volvió a ponerle caso a Peynado.

Poco tiempo después un gracioso decreto presidencial le concedió a la bestia los mismos privilegios que al presidente de la República. Otro decreto concedió a su amada esposa María la dignidad de primera dama. En el mismo decreto, también su madre, la excelsa matrona, la llamada Mamá Juliá, fue ascendida a primera dama. Pero como doña Cusa era también primera dama, o por lo menos primera dama putativa, la República se dió el lujo de tener lo que ningún otros país probablemente tenía.

Nuevos decretos dictados por el supuesto nuevo mandatario, confirmaron en sus puestos a toda los secretarios y subsecretarios de estado y los demás funcionarios, a los miembros del ejército llamado nacional, a los del cuerpo de ayudantes del presidente y a los de la policía también llamada nacional.

Para el querido Jefe, fue creada la muy especial nueva Secretaría de Estado del Despacho del Generalísimo. Una de las más felices iniciativas del esposo de doña Cusa consistió en disponer que en las escuelas y oficinas públicas se pusiera el retrato del perínclito junto al de los Padres de la Patria con el propósito de conferirles mayor honra.

Dice Crassweller que Peynado entró prácticamente desnudó a su despacho del Palacio Nacional y que a las muchas humillaciones que recibía respondió patética o irónicamente, aumentando el tamaño del letrero con el “Dios y Trujillo” que tenía en el techo de su casa. Aún así su séquito de ayudantes personales se redujo de un cuerpo de ayudantes a un solo guardia somnoliento. Su oficina se redujo de una suite a una habitación.

Trujillo, en cambio, se acomodó en unas amplias oficinas con aire acondicionado, que era uno de los grandes lujos en esa época, y centralizó en ese lugar la administración militar y policial.

Peynado, mientras tanto, al margen de sus pocas obligaciones palaciegas, trataba de mantener en lo posible su rutina existencial. Hacía que le sacaran, contra el parecer de doña Cusa, su cómoda mecedora de caoba al parque Colón y allí permanecía en amable tertulia con sus amigos durante horas. Sí alguien le pedía un favor político, le aconsejaba que se dirigiera a alguien con autoridad. Solía decir que la única persona en el país que alguna vez llegó a creer que él era presidente de verdad era su esposa Cusa.

La bestia no le temía a Peynado, por supuesto. Peynado era menos que un títere, era un muñeco de trapo. Le temía a los amos del norte, temía, de manera paranoica a sus enemigos internos, al odio o aborrecimiento de los muchos dominicanos, temía con razón al resentimiento que podía estarse incubando en las filas de las fuerzas armadas, en el seno del mismo ejército en que había surgido el complot de Blanquito, del teniente coronel Leoncio Blanco. La bestia, por aquello de que quien tienen hechas tiene sospechas, es posible que le temiera hasta su sombra.Temía, razonablemente que las circunstancias, la presencia incluso de un pelele en la presidencia de la República, podría abrirle paso a cualquier conspiración, facilitar cualquier movida desde el extranjero para desplazarlo del mando sin crear un vacío de poder. Convertir el muñeco de trapo en un sustituto provisional. Es posible que nunca se sintiera cómodo ni seguro con el hecho de que alguien ocupara el cargo de presidente, aunque fuera de mentirillas. Eso explicaría la impaciencia, la prisa que parecía tener para devolver las aguas a su cauce original y recuperar su título, su dignidad oficial de presidente de la República..

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [51]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

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