Yuly descifra indicios de nuestra memoria despeñada. El tiento de Laura torna dócil el huraño dialecto de la madera. Desde un ensueño, Yuyú remonta hacia el asomo cabizbajo del crepúsculo.

Tres creadoras en la esencia de un albedrío indemne y trémulo. Tres hembras en libertad. Tres mujeres, a fin de cuentas…

Yuly flotando en su mar de ojos

Los ojos de Yuly Monción dominan las paredes de Quinta Dominica. Miradas azules y rojas y blancas, amarillas y verdes y ocres. Ojeadas de peces, de bohíos, de talantes. Vistazos de la noche, atisbos de claridad colgados en el crepúsculo de aquellas piedras añosas. Ojos grandes, ojos pequeños sobre el tejamaní, sobre las palmas, sobre las sillas. Velados destellos en un plato, entre arenques que multiplican formas, otra vez, de ojos y de espacios.

Allí la claridad nunca es excesiva, aunque el resplandor de ciertos colores ilumina, en un recorrido desde el límite de la somnolencia hasta el primer indicio de la ternura.

Percibo una obsesión de sombra en esos agujeros que ella nos confiesa. Su mirada está clavada en aquellas apariencias que componen la atmósfera de un espacio íntimo. Esos brillos oscuros son característicos de una pintura que ha conseguido trabajar sobre la tela como un eco de libertad: un ámbito en el que, más que pensar, descubre.

Muchos de sus cuadros están cercanos a la abstracción, así en su entramado como en la ubicación de las zonas de colores neutros. Muchos dijeron que el impulso del arte moderno fue tan sólo el deseo de destruir la belleza. Yuly Monción defiende su pintura como una voz viva que le permite hablar sin trabas, anclada en la realidad y sin sesgar los misterios de la memoria.

Por más de dos décadas, hizo ella un arduo recorrido en pos de un acento, de un tono expresivo. En su mundo, los ojos y los orificios son ahora espejos. Sus figuras humanas parecen colocadas detrás de un sueño o de una perplejidad.

Su tiempo detenido no tiene un antes ni un después. En la paleta de estos cuadros percibo ecos de Tápies, de Dubuffet, de Fautrier… de Liz. Ahora, cuando su mirada canta la biografía lastimada de ese Sur nuestro, ardiente y solo, la incesante búsqueda persiste.

Borges habló del misterio que anida en algunas cosas sencillas: en el color amarillo, en los ojos de los ancianos, en la música, en el mar. Acaso por ello pienso en el terrible misterio que flota hoy en los ojos de ese mar tembloroso que Yuly Monción, transida, nos revela.

(Del catálogo de la exposición “Mar de Ojos” de Yuly Monción; Quinta Dominica, Santo Domingo).

Artesanía en madera de Laura Pezzotti-Barker.

Los colores de la costumbre

Usted se acerca al “musú” de perpleja algarabía, a la irisada inocencia de la silla, al arribo imprevisto de esos peces rotundos. Más tarde, su dedo recorre la fosforescente simetría del candelabro, con su mano toca los astros clavados en el cielo agreste del frutero, con todo su rostro invade la intuición balbuceante del espejo.

Al principio, como tantas veces, usted no advierte el latido persistente, la emoción implacable, el terco lenguaje de esos objetos que minuciosamente lo rodean con su blando furor de cosa útil, de trampa cotidiana. A usted, en tal caso, se le ocurre pensar que está a salvo, en una orilla apartada de la euforia que estalla ante sus ojos: ileso, en el lugar seguro que no alcanzan la violencia ni los laberintos. Suya cree, acaso, es la ribera indemne que lo separa del aluvión deshecho en temblores azules y rojos y naranjas.

En ese instante, es obvio, usted no necesita de las palabras; así, atento sólo al aire, a la ráfaga de repentinas transparencias, al pulso de ese viento que traza garabatos de amapola en la cabellera de la luz. Incierto, inclusive, ha de parecerle el vocablo tenaz, la bizarra elocuencia, la sobrehumana sabiduría de esa madera; dudoso, tal vez, el interminable trepidar de ramas que colma la dura vastedad de aquella brisa.

Hasta que, de pronto, usted se percibe solo, desnudo, lanzado a un enigma que le sacude las venas; arrojado a un arcano sin pausas que refuta la vigilia frágil de sus ojos. Abandonado, inalcanzablemente solo en la pureza de un edén de sombras y usanzas y atavismos.

Pero ya será tarde. Irreparablemente tarde.

Porque entonces usted no podrá detener la fragancia ni la lluvia ni el fragor de tambores, como tampoco tendrá claves para explicar de qué asombro de aurora, de qué vértigo han brotado las alas en esos cuerpos que revolotean sobre usted y que rebasan su desconcierto; las alas levísimas de esas piezas de tronco y ensueño que ya palpitan con el mismo corazón con que usted las mira y, sin tregua, penetran en su cuerpo con la sustancialidad de un linaje obstinado, con una lenta resonancia de gaviotas en su sangre, con ese albedrío de colores que asomó en los ojos de Laura y ahora deletrea canciones de tierra en la pizarra absorta de otros ojos.
(Del catálogo de la exposición de artesanía de Laura Pezzotti-Barker; Casa de Bastidas, Santo Domingo).

‘Melancolía III’, óleo de Yuyú Ramírez Roques.

La voluntad del sueño

Ella levanta una esquina del velo para mostrar sus íntimos refugios. La voz silente de estos colores te lleva de la mano a un sitio distante, ribeteado de mutismos tenues y florecientes.
En la habitación canta un aire de liviana somnolencia que arquea los vestidos y los primores. Acaso el viento que entreabriera los párpados de aquel lapislázuli despojado de estrellas.

En cada cuadro, rostro y silencio y ropaje de mujer. Vestidura que propicia una trabajosa libertad de ave, una destreza de lentos olvidos, un sosiego de música entreabierta e inasible.
Más que pintura, soplo de ala presurosa. Más que color, ráfaga de signos en el trémulo espejo de la memoria.
Hay aquí una luna pensativa con sus raíces en la noche del tiempo.

En estos cuadros iluminados de crepúsculo, Yuyú se apropia de la voluntad del sueño.

(Del catálogo de la exposición “Ventanas” de Yuyú Ramírez, restaurante El Gallego, Santo Domingo).

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