Bien pudo hacer suyo Octavio Paz el rugido de Walt Whitman: “Soy inmenso y contengo multitudes”. Porque él congregó, en su vida y en su obra, quizá como nadie, las angustias y los aciertos, las dudas y los delirios del siglo XX. Una centuria de barbaries, de prodigios, de catástrofes y grandezas.

Paz nace en 1914, en Ciudad México, cuando el país se encuentra en plena lucha revolucionaria. Estas son sus palabras: “Vengo de una familia típica de México. Por parte de mi padre, mi familia es muy antigua y es originaria del estado de Jalisco. Una familia mestiza. Mi abuelo paterno era un mexicano de acentuados rasgos indígenas. Mis abuelos maternos eran andaluces y mi madre nació en México”.

Con 14 años, ya poeta, asiste a cursos y escucha profesores que nada le dicen ni le enseñan. Concurre a la Facultad de Filosofía y Letras para satisfacer a sus padres, pero tampoco le interesa un título universitario. Se inclina él, como autoeducado, según sus prelaciones literarias, artísticas y políticas. Quizá profetizando que en Hispanoamérica la ideología haría las veces de un ambiguo dogma irreligioso.

A los 17 años su actividad es notable: funda y dirige revistas a la vez que anima grupos literarios. Ha leído a Lorca, a Rafael Alberti, a Pedro Salinas y a Jorge Guillén. Conoce asimismo a Machado y a Juan Ramón Jimenes. En su revista Barandal, de la que fue fundador y director, se publica en 1933 un fragmento traducido del Ulises de Joyce. Aquellos días lo familiarizan con la obra de T. S. Elliot y Saint John Perse, además de acercarlo a los románticos alemanes (Hölderlin, Novalis) e ingleses (Keats, Shelley, Blake). Conoce en México a Cernuda, a Vallejo, a Huidobro y a Borges. En 1933 publica su primer poemario, no incluido en ediciones posteriores: Luna silvestre.

Sus lecturas políticas lo llevan a simpatizar con la facción trotskista del Partido Comunista. En 1937 es invitado, por sugerencia de Pablo Neruda, al Congreso de Escritores Antifascistas reunido en Valencia, España. Paz conoce a Neruda en París y lo reencuentra en Valencia y luego en México, donde Pablo es el cónsul chileno.

A Paz le resulta decisiva la coincidencia en Europa con Neruda. Dice Paz: “Su influencia fue como una inundación que se extiende y cubre millas y millas —aguas confusas, poderosas, sonámbulas, informes”. Pero lo que aporta Neruda de genialidad poética y deferencia amistosa, lo rebaja con su sectarismo y la exigencia de sumisión. Paz se pelea con él y, desde aquel instante, se aleja para siempre de un tipo de poesía esclavizada a un “compromiso”. Neruda detesta a los “arte-puristas”, a los cultivadores del “arte por el arte”. Paz, en contraste, defiende el derecho a la libre expresión. La discordia con Neruda significará, pues, el abandono de una estética y una ética fundadas en la utilidad política de la poesía.

Tres instancias, tres obras definen el eje creativo esencial de Octavio Paz: “El laberinto de la soledad”, “El arco y la lira” y “Piedra de sol”.

Tras vivir algunos unos años en los Estados Unidos., donde observó la vida y las tribulaciones de los emigrantes mexicanos, de los “pelados”, Paz publica en 1950 su ensayo “El laberinto de la soledad”. Quizá sea este libro el texto infinito de México, o acaso el discurso del México infinito. En estas reflexiones Paz propone una búsqueda de la identidad mexicana a través de la investigación –que en muchos casos se transforma en creación— de mitos poderosos y salvajes que enlazan, en ceremoniales de humo y ceniza, las fiestas y expiaciones de la muerte.

En el Laberinto, Paz procura definir las ficciones básicas y fundacionales del ser mexicano, del ‘onto’ mexicano, tanto como razonarse a sí mismo. La imagen que Paz tiene de México y la que tiene de su propio ser aparecen confrontadas en el ‘Laberinto de la soledad’ y en ‘Postdata’, un libro que es la secuela del primero, publicado 20 años más tarde.

A modo de espejos de papel, estos alegatos permitirán escrutar la esencia de Octavio Paz y la íntima raíz del mundo que lo envuelve. En años de búsqueda apremiante, México y Paz se recogen sobre sí mismos. El poeta se interna en los solitarios meandros de su pueblo y –Teseo desenfrenado– a garrotazos puros y refulgentes desnuca al Minotauro. Para luego entender su secreta identidad con el monstruo y advertir que ambos no son sino dos rostros de una misma realidad, multiforme y aterradora.

La muerte y sus símbolos constituyen el tema central del Laberinto de la soledad. A lo largo del texto deambulan temas universales: el conflicto entre la vida y la muerte, la oposición yo/el otro, la idea del progreso posible. Decía Lévy-Strauss que en tanto el pensamiento “cultivado” (expresión del ‘ethos’ de la ciencia moderna) ordena el mundo real como un tejido de propiedades físicas cuantificables, donde cada instancia de nuestra experiencia aflora como un ‘hecho bruto’; en oposición, el pensamiento “silvestre” codifica el mundo real como un sistema de signos, en que cada experiencia es la lectura, no de un ‘hecho bruto’, sino de un “mensaje”; que en el pensamiento de Paz se transforma (cada mensaje) en un mito.

La preocupación por las máscaras mexicanas, otro de los temas principales del Laberinto, lleva implícita una teoría de la cultura. La mexicanidad es una peculiar expresión histórica de la esencia de mitos universales y de estructuras inconscientes que Paz denomina máscaras.

En “Postdata”, él apunta: “El carácter de México, como el de cualquier otro pueblo, es una ilusión, una máscara; al mismo tiempo es un rostro real. Nunca es el mismo y siempre es el mismo. El otro México, el sumergido y reprimido reaparece en el México moderno; cuando hablamos con él, hablamos con nosotros mismos”. […] “El caudillo vivió la historia como hazaña, el azteca como rito. Entre estos dos extremos, la hazaña y el rito, han oscilado siempre la sensibilidad e imaginación de los mexicanos”.

En “El arco y la lira” (1955) uno de los textos básicos y más controvertidos de Paz, él reflexiona acerca de la poesía y la propone como una forma de existencia. Son las ideas de André Breton y el superrealismo. Conceptos como otredad, alteridad, ritmo, origen y tiempo quedarán ligados, desde aquí, a su discurso.

A partir de “El arco y la lira” comienzan la vecindad y la convergencia entre el lenguaje poético y la prosa de Paz. El flujo caviloso de la poesía ya no estará definido por la cadencia del ritmo y las cesuras de los versos. Ahora se impondrá la respiración, cargada con el tiempo interior de las palabras. El cuadro poético será la imagen de una corriente que mueve las hojas caídas de los árboles, mientras habla del otoño y del bosque desnudo en una imagen agrupada que, con el agua y las hojas y la sombra, nos revela algo sobre el tiempo y el movimiento.

Él apunta: “No son las sagradas escrituras de las religiones las que fundan al hombre, pues se apoyan en la palabra poética. El acto mediante el cual el hombre se funda y revela a sí mismo es la poesía”. […] “La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida o muerte: un solo instante de incandescencia”.

El magno poema de Octavio Paz es ‘Piedra de sol’, publicado dos años después de “El arco y la lira”. Este resplandor de la palabra se funda en el calendario circular azteca y tiene 584 versos, que se corresponden con los 584 días del ciclo del planeta Venus. Los seis primeros versos son idénticos a los seis últimos, en la sustancia de un poema que deviene circular e infinito, mágico y desquiciante.

He aquí los seis versos que abren y clausuran la Piedra de sol:
“Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre”.
Sol de piedra: voz que deshace la
furtiva eternidad del instante…

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