Un activo imprescindible para el desarrollo socioeconómico

No hay que llorar la muerte de un viajero; hay que llorar la muerte de un camino.
Andrés Eloy Blanco

En tiempo presente

Alrededor de un siglo le tomó a nuestra nación construir la extensa y bien distribuida red vial que hoy apreciamos. Todas las ciudades, municipios y parajes del país son ahora fácilmente accesibles a través de una retícula formada por 5,400 kilómetros de autopistas y carreteras, con la adición de 12,700 kilómetros de caminos y trochas vecinales. Las carreteras principales (con 1,400 kilómetros de longitud) poseen una configuración radial que nace en Santo Domingo y se ramifica hasta los principales centros urbanos. Su importancia es tal que cerca del 70% de la carga (medida en tonelada-km) y más de la mitad de los viajeros que circulan en el territorio nacional (computados en pasajero-km) se mueven sobre esa red troncal.

En los últimos decenios, la prioridad del Estado dominicano fue orientada hacia la ejecución de extensos corredores viales que acceden a las principales zonas turísticas. En apenas dos horas usted podrá recorrer los 190 kilómetros que separan la capital dominicana de los centros hoteleros de Boca Chica, Guayacanes, Juan Dolio, La Romana, Cap Cana, Punta Cana y Bávaro. Las instalaciones aledañas a esta autopista reciben anualmente más de cuatro millones de turistas, y en ellas se cuentan más de 50 mil habitaciones de hoteles y resorts.

Este énfasis en la infraestructura terrestre propició el desarrollo de rutas que permiten bordear importantes ciudades, como Santo Domingo, Santiago, La Vega, San Pedro de Macorís y La Romana. La creación de nuevos trayectos benefició asimismo la unificación regional y el acceso a zonas de auge agrícola y fabril. La inversión pública materializada hasta la fecha configura un patrimonio vial cuyo valor de reemplazo se acerca a US$21,000 millones (alrededor de 24% del PIB nacional de 2019).

Con todo, resulta hoy alarmante la ausencia de un sistema de gestión con capacidad para garantizar la sostenibilidad económica de esta invalorable infraestructura.

El pasado inmediato y algunas lecciones imborrables
Como casi todas las administraciones viales de América Latina, la nuestra no suele gastar dinero para reforzar las carreteras al iniciarse la etapa crítica del ciclo de vida de un pavimento. Nos referimos a ese breve período en que el desgaste lento y poco visible se torna acelerado y notorio aun ante los ojos del profano. En palabras llanas, nuestra conservación vial ha consistido históricamente en la aplicación del viejo método de la “rueda chirriante” (‘aceita la rueda, que está rechinando’). Acometemos la reconstrucción de un camino al cabo de 20 o 25 años de servicio, en una fase que generalmente excede el quiebre y se acerca más a la descomposición total de sus estructuras.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) calcula que los montos no invertidos oportunamente en la conservación vial representan pérdidas entre 1.5 y 3% del PIB anual de la región. Estos perjucios se expresan en mayores costos de operación de vehículos, en costos de reconstrucciones evitables, en mayores tiempos de viaje, en pérdidas de mercaderías y en daños por accidentes en las carreteras, entre otras causas.

En los años 70 de la pasada centuria, el Banco Mundial intentó plasmar en el país un modelo de administración vial a través de la Secretaría de Estado de Obras Públicas. Con tan loable propósito (que muchos interpretaron como un exorcismo a nuestra mala práctica ancestral) fue contratada la firma consultora norteamericana Roy Jorgensen Assoc. (RJA), con gran experiencia en la materia de gestión vial.

Los consultores de RJA elaboraron documentos técnicos y manuales de instrucción, además de brindar entrenamiento a ingenieros, operadores de maquinarias y obreros en las diferentes actividades de la conservación vial. El Banco Mundial sufragó la adquisición de equipos y otras facilidades destinadas al programa.
El sistema desarrollado por la Jorgensen comprendía las referencias siguientes: (1) inventario detallado de las carreteras, (2) identificación de las actividades de mantenimiento, (3) normas de cantidad, (4) normas de ejecución, (5) plan de trabajo y (6) evaluación y control de las obras. Desde el punto de vista práctico, el modelo determinaba: (i) las operaciones de mantenimiento más frecuentes en la red vial; (i) realizaba un censo anual de las características y condiciones de los caminos; (ii) establecía empíricamente las cantidades unitarias de trabajo a realizar por cada unidad de inventario vial; (iii) definía las normas de ejecución, así como (iv) los recursos necesarios (equipos, materiales, personal) y (v) el rendimiento previsible en cada actividad. Como resultado, se calculaba: (a) el plan de trabajo y (b) el presupuesto anual para mantenimiento de la red de carreteras. Por último, quedaban establecidos los mecanismos institucionales a cargo de fiscalizar y evaluar los resultados del programa.

La implantación del nuevo modelo constituyó un cambio sin precedentes, así en la práctica como en la mentalidad de los ingenieros viales del país. El proyecto funcionó de manera aceptable durante los primeros años. Luego –y dada la presencia de razones que nunca han dejado de estar entre nosotros– los resultados declinaron. Y como era también predecible, el sistema se vino abajo.

De 1,500 trabajadores requeridos por el programa de mantenimiento de carreteras (operadores de equipos, obreros especializados, personal de apoyo) la nómina fue inflada hasta alcanzar unos 14,000 asalariados. En tal situación, los recursos no alcanzaban para adquirir combustible, piezas de repuesto e insumos de construcción (asfalto, grava, arena, cemento, etc.).
Apenas funcionaban adecuadamente tres o cuatro de cada diez maquinarias (tractores, rodillos, cargadores, excavadoras, motoniveladoras, camiones, mezcladoras) y, más dramático aun, tan sólo se alcanzaba un 20% o 25% de las metas físicas previstas.

De este modo las cosas, aquel promisorio modelo de mantenimiento de carreteras respaldado en los años 70 por el Banco Mundial, en muy pocas palabras, sencillamente colapsó.

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